Cartas al Director

¿Soberbio?

No hace mucho regalé a una persona muy querida un artículo firmado por un buen amigo sobre los antipáticos, que describía con maestría la actitud de los mismos ante la vida. Acompañaba al mismo las palabras que, salvando las distancias y en un intento de aproximación a la verdad de cada uno, dediqué por mi parte a los soberbios y que ahora transcribo:
El amor a la vida es el primer referente de nuestra razón de existir; en su reverso está el amor a la paz. Amor y paz son virtudes del humilde que desconoce el soberbio, que va de la mano de la guerra y desprecia al humilde y su paz. A esto me viene a la memoria un individuo que creció en una familia humilde y trabajadora. Pero que cuando creció empezó a medrar a consta de favores, hasta que consiguió el flamante uniforme de estrellas. No le importó pisotear los derechos y libertades de sus subordinados. Las intrigas fueron a más según iba escalando su soberbia. Mientras, los políticos de turno le encubrían ante los ciudadanos como pago a su lealtad.

Esta clase de soberbio enmascara la razón, filtra la verdad por el tamiz de su mera convivencia, llegando a otorgar a esa falseada verdad, pura mentira a veces, naturaleza divina y providencial, pretendiendo usurpar de esa forma no sólo la voluntad de quienes le rodean sino también la voluntad de Dios.

El humilde quiere a los demás, comparte su dolor y su tristeza, su alegría y su llanto. El soberbio no es consciente de los sentimientos ajenos, como si en su indiferencia ni tan siquiera los imaginara. En los otros no busca el amor, cuyo discurso ignora, sino la sumisión. Y si acaso pretendiera que a sí mismo se ama, por favor, no le llamaremos a eso respeto, amor, solidaridad, etc. El auténtico amor a uno mismo no tiene sentido si no se irradia fuera de sí. El humilde es agradecido y cuando se equivoca sabe pedir perdón. El soberbio pronuncia las mismas palabras sin sentirlas y traicioneramente se vale del halago. El soberbio mira a su alrededor con petulancia, como si de su territorio feudal se tratase, pero cauteloso, disimula su intolerancia con la voz de la falsa humildad. El humilde es solidario, sabe compartir. El soberbio es mezquino y vil, taimado y desleal, vive de la miseria ajena y se vanagloria de ideales de los que carece.

En ambas naturaleza –humildad y soberbia– existen diferentes grados, pero hay una línea divisoria que las separa. Los soberbios de carrera, como los llamaría un conocido psiquiatra, son prácticamente irredimibles, como los criminales de la misma índole. Hace poco me decía una conocida psicóloga que los ocho primeros años de vida son cruciales en la formación de un niño. Es posible que esto sea así, pero no basta con haber recibido lecciones de humildad en la infancia, pues el soberbio también se ha conformado en los años de adolescencia y la primera juventud. Por esta razón los padres debemos estar pendientes de la educación de nuestros hijos en todas esas etapas de su vida. Y lo importante, lo verdaderamente importante, es enseñarles a distinguir las veredas del bien y del mal, poniendo en sus mentes los medios para ello, las luces que les iluminarán el camino. Entre ellas, y fundamental, la del respeto a los demás, con fundamentos en la igualdad esencial de todos los seres humanos. Errarán en el camino. Nosotros aún lo hacemos. Pero habremos puesto las bases para que sean capaces de reaccionar y de cambiar el rumbo de sus vidas en la juventud, en la madurez e incluso en la vejez.

Es evidente que para ciertos individuos, que por desgracia los tenemos muy cerca, es una meta muy alta, y que pese a tener unos padres modelo de honradez y humildes, siguen siendo unos perfectos egoístas con pequeñas virtudes, que discurran por las sendas que nos enseñaron nuestros maestros, nuestros padres. Sin olvidar nuestra naturaleza espiritual y trascendente, pues hay una realidad de cielos ciertos y un alma de vuelos infinitos que conviven en los ondulados acaeceres de nuestra vida y de nuestros sueños. Y en cualquier caso pensemos. Y cuando la soberbia les pierda, tengamos la seguridad de que siempre será sin razón y sin derecho a serlo.

Para finalizar, y como contrapunto a la soberbia, recordemos las palabras de Voltaire acerca de su muerte: muero adorando a Dios, amando a mis amigos, sin odio por mis enemigos y con rechazo a toda superstición. Y como es obvio, con perdón para esta clase de soberbios.

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