Soy un lobo y trabajo en cuentos didácticos devorando ovejas y cosas así
Soy un lobo. Trabajo en cuentos didácticos devorando ovejas, asustando a niñas solitarias que abandonan la seguridad del hogar a horas inapropiadas para visitar a parientes en lugares inverosímiles, amargando a pastorcillos graciosos que disfrutan jugando a contar mentiras, etcétera.
Es un trabajo ingrato, por los lloriqueos, la violencia, la sangre, pero de algo hay que vivir. Siempre he cumplido de la forma más profesional posible, dejando a los jefes las interpretaciones de las historias. Y así iban las cosas hasta que una tarde se presentó un rebaño de ovejas frente a mi jardín. Yo estaba en el porche, leyendo poesía centroeuropea del siglo pasado y bebiendo té helado, cuando aparecieron silenciosamente, como una nube inoportuna. Me pareció raro, porque los empleados tenemos terminantemente prohibido mantener contacto fuera de las horas de trabajo, como es de rigor. Hay que evitar interferencias emocionales y todo ese engorro de las consecuencias del libre albedrío, porque, parece ser, se tergiversa el mensaje. Me levanté de mi mecedora y las miré con cansado desagrado. Dos de ellas cruzaron la pequeña portezuela de madera que separa mi jardín de la solitaria calle y entraron con paso temeroso, pero al mismo tiempo decidido, como si el temor hacia lo que estaban haciendo no pudiera refrenar la convicción de que era inevitable hacerlo. Se pararon frente a los tres escalones de mi porche. Eran dos ovejitas jóvenes y hermosas, aunque vistas de cerca, una no resultaba tan joven, y la otra no era tan hermosa. Les brillaban los ojos y parecían arrebatadas por un gran sentimiento. ¿Qué hacéis aquí?, les dije con severidad. Esto es absolutamente inapropiado. Si se enteran los jefes, perderemos nuestro trabajo. La que no era tan joven dijo que querían hablar conmigo para hacerme una propuesta. ¿Una propuesta? ¿Estáis locas?, aullé. La que no era tan hermosa dio un paso adelante y, con una mezcla de rabia y sufrimiento, dijo que estaban hartas de ser devoradas y de dejar ovejitas huérfanas que algún día también serían devoradas y también dejarían ovejitas huérfanas y así hasta el infinito. Terminó la frase con un tono bastante impertinente. Dije que no era culpa mía que las cosas fueran así, y que, si eran así, seguramente era por el bien de los niños. No era mi trabajo entender eso. La que no era tan joven dijo que podíamos abandonar todos juntos aquella situación esclavista y enloquecedora y ponernos a trabajar por nuestra cuenta, que no teníamos por qué ser las marionetas de nadie. El rezagado sol de la moribunda tarde parecía aliviadamente despreocupado por nuestras insignificantes vidas. Sentí una punzada en la nuca, como cuando has estado en una postura comprometida y realizas un giro brusco, y en mi interior comencé a oír un murmullo semejante al del agua que se escapa de una cañería reventada. [Pausa.] Y me las comí. Sin segundas intenciones ni remordimientos ni tensión dramática ni lecturas instructivas. Sin pensar en el futuro ni en que iba a perder mi trabajo y mi pensión y todo aquello por lo que había luchado toda mi vida. Me las comí. Y las demás salieron despavoridas como nunca antes las había visto. [Pausa.] Lo siento, niños, si la historia es un poco simple y cruda y no hay por dónde sacarle una buena moraleja, pero simplemente soy un lobo, y ellas estaban tiernas y buenísimas; y, en cualquier caso, ya sabéis, al final, después de embellecerlas para los cuentos, las ibais a esquilar sin miramientos y a ordeñarlas con avaricia y a matarlas y coméroslas con glotonería genocida, o sea que