Su cara es un anciano accidente geográfico maltratado por duros climas emocionales
Son las nueve de la noche. A esta hora cruzo todos los días el pasillo para ir desde el salón hasta la habitación de mi madre. Hoy es miércoles. Mientras camino, veo cómo la luz biliosa de las viejas lámparas provoca que miles de minúsculas sombras se desparramen por el irregular estucado rugoso de las paredes, similares a diminutos cráteres lunares, e igual de sombríos.
Al pasar por la mitad del pasillo vuelvo a mirar la fina grieta de unos veinte centímetros que nace de la escayola del techo y que siempre me parece unos milímetros más larga y frágil que el día anterior. Cuando llego a la habitación de mi madre, que es la última de la casa, me detengo antes de abrir la puerta y escucho con atención para comprobar que todavía tiene el televisor encendido. Nueve de cada diez veces así es, y al entrar veo a mi madre tumbada boca arriba, con la cabeza algo elevada por el doble cojín y los manos agarrando infantilmente el borde del edredón floreado. En la mesita de noche hay una foto de mi padre, fallecido hace poco más de un año. Su cara refleja una vejez saludable, ya que la foto fue tomada hace cinco veranos, mucho antes de que enfermera. La cara de mi madre, en cambio, es un accidente geográfico de 85 años maltratado por climas emocionales extremos. Vista de cerca, es el mapa de una isla remota de la que no es fácil saber su historia, porque ella misma la ha olvidado casi por completo. Mi madre sufre alzhéimer en estado bastante avanzado, y cuando me ve entrar en la habitación, sonríe mansamente y me pregunta si ya me voy a acostar, añadiendo al final de la frase el nombre de mi padre, y yo me acerco a su lado, la beso en la frente y le digo que tardaré un rato, ya que el partido de fútbol que estoy viendo en el salón no ha terminado todavía. [Pausa.] Desde hace unos meses mi madre me ha convertido en mi padre, y me ha borrado a mí de su memoria, como si nunca hubiera existido. De este modo ha eliminado la mayor parte de su vida y se ha instalado en una brumosa y eterna juventud de recién casada, donde vive en la felicidad inconmensurable de un presente total y perfecto. [Pausa.] En el televisor se reproduce un capítulo cualquiera de una vieja serie que mi madre ve una y otra vez sin cansarse. Los viejos muebles de la habitación con más de sesenta años tienen la dignidad de un anciano y cojo botones de gran hotel que ya vivió sus épocas mejores. Le doy otro beso a mi madre en la frente y hago el gesto paternal de acomodarle un poco mejor el edredón que ella agarra con las dos manos, de las que solamente se le ven los dedos. Salgo de la habitación, cierro la puerta con cuidado y vuelvo a cruzar el pasillo, y como cada noche veo las incontables y minúsculas sombras que se desparramen por el irregular estucado rugoso de las paredes y la fina grieta de unos veinte centímetros que nace de la escayola del techo y que siempre me parece unos milímetros más larga y frágil que el día anterior, y me siento como un recipiente muy frágil en el que mis padres depositaron a lo largo de sus vidas millones de pequeños mensajes de amor, auxilio, esperanza, pánico, confusión, éxtasis, ira, placer, dolor, gratitud, extrañeza... todos vulnerables dentro de mí como un humo denso y volátil que no voy a poder contener porque temo que en cualquier momento voy a tropezar y caer y romperme, dejando que las vidas de mis padres se pierdan para siempre.