Su rol de empleada y el mío de cliente parecen separados por un millón de años luz
Es 1 de julio. Estoy en la recepción de un hotel de lujo de la costa mediterránea. La recepcionista, compuesta como un híbrido de azafata de vuelo y enfermera de clínica privada, me trata con la aséptica y demasiado previsible amabilidad profesional habitual en estos establecimientos.
Tiene unos ojos grandes y verdes maquillados con un brillante azul marino, y la suma de ambos colores recrea los tonos corporativos de la empresa. Su rol de empleada y el mío de cliente, separados por el mostrador de aséptico material sintético, parecen alejados el uno del otro por un millón de años luz. Aun así, alcanzo a coger la fría y práctica tarjeta que ella me ofrece y que funciona como llave de la habitación. Su tacto me produce un intangible eccema emocional; me gustaban más aquellas llaves que invariablemente iban acompañadas de un pesado y feo llavero. Mi equipaje son dos gruesas maletas, pero rehúso la ayuda del anciano botones, que parece quedarse muy hermética y dignamente enojado, intentando hacerme sentir culpable. Tomo el ascensor acristalado, parecido a una pecera, desde el que se ve a) a la izquierda el interior del enorme vestíbulo del hotel y b) a la derecha un mar contenido por una playa que dibuja una línea curva demasiado perfecta. La pecera se detiene en el piso 13 y el pez sale a un pasillo geométricamente diáfano que se despliega con hipnótica profundidad en tres direcciones. Parece preparado para una escena de película de terror, de esas en la que un espacio vacío es lentamente acercado al espectador con un zum casi desesperante. Me oriento con los cartelitos que indican los números de las habitaciones y llego hasta la mía. Introduzco la tarjeta en la ranura que hay en la puerta con la angustiosa y desagradable sensación de que no va a funcionar, pero una lucecita verde me indica que la puerta se ha desbloqueado. Dentro todo es limpio y luminosamente perfecto, como una fotografía en un catálogo. Frente a la cama hay una gran cristalera que da a una amplia terraza. Lo que se ve desde ella es una postal impresa en alta calidad que parece que nunca se desteñirá. Dejo las maletas tumbadas en el suelo y me arrodillo frente a ellas. Ya estoy aquí. He preparado estas vacaciones con todo detalle. Tengo reservada la habitación para dos meses, que pienso pasar encerrado gracias al eficiente servicio de habitaciones del restaurante del hotel. Mis cálculos indican que en ese tiempo desaparecerán todos mis ahorros; quizá no solo eso. Abro las maletas y saco, uno por uno, los 47 tomos que he traído para mi peculiar misión, formados por enciclopedias y libros de referencia sobre enfermedades físicas y psíquicas, y los coloco apilados en el suelo. Selecciono el voluminoso Diccionario Oxford de la Mente, me tumbo en la cama y, antes de iniciar una lectura sistemática, me permito la ligereza de abrirlo por una página al azar para ojear un párrafo cualquiera, y leo EXPERIMENTOS DE AISLAMIENTO: Cuando unas personas se quedan sin poder comunicarse con otras [
] hay una fuerte tendencia a desarrollar alucinaciones y experiencias alucinógenas similares a las producidas por drogas. Elijo otra página. DESPERSONALIZACIÓN: [
] es la pérdida de la identidad [
] del propio yo [
] una sensación de estar separado del propio cuerpo [
] y una advertencia de la desintegración de la personalidad. [Pausa.] Quiero saber todo lo que está pasando aquí dentro, en este cuerpo y en esta mente, porque cuando este enemigo que está creciendo en mí empiece a ganar, no quiero sentir el abstruso pánico de quien no comprende qué le está cancelando.