Apaga y vámonos

Suplicio proporcional

Andaba paseando el otro día por el pueblo, tras comprar la prensa, y de buenas a primeras encontré un lugar ideal para sentarme a leerla, con un sol maravilloso y una tranquilidad absoluta. Era 19 de marzo, eran las 12 de la mañana, era la Plaza de Santiago y no había el más mínimo rastro de coches, a pesar de que hasta 9 horas después no habría procesión alguna.
Casi convencido de lo bucólico del lugar, me senté, abrí el periódico y me encontré el siguiente párrafo, firmado por Antonio Orejudo: “La perseguida Iglesia católica celebra estos días su molesto botellón de todos los años. A juzgar por la impunidad con la que ocupan los espacios públicos, nadie diría que se trata de una organización perseguida por el Gobierno. Todo lo contrario. Más bien parece gozar de una protección mafiosa, ya que todos los ciudadanos están obligados a soportar las molestias derivadas de sus ritos exhibicionistas. No hay ninguna organización social, política o religiosa a la que se le den tantas facilidades para celebrar sus actos de proselitismo y propaganda. Ni siquiera al Real Madrid se le corta el tráfico durante una semana para que celebre sus triunfos”. Ahí queda eso. Y claro, me fastidió el invento.

Me lo fastidió porque caí en la cuenta de que pocos días antes no pude guardar el coche en su sitio por culpa de un desfile. Y también al comprobar que, para permitir que procesione una minoría –conste que no es por faltar, sino la constatación de una realidad: de hecho, alguna Cofradía se ha quedado este año sin salir por falta de voluntarios–, nos hemos de ver perjudicados la mayoría, máxime aquellos a los que, en su huelga de celo a la japonesa, les ha multado la Policía Local o les ha retirado el coche con su grúa, porque para dar gusto a unos pocos se nos prohíbe a todos el aparcamiento en todo el centro, haya o no haya desfile en 10 horas a la redonda.

Transcurridos estos días festivos, y tras comprobar que únicamente la Procesión de las Mantillas, y quizá el Encuentro, suscitan un más que aceptable respaldo popular, cabría plantearse si es de justicia seguir aguantando año tras año los inconvenientes de una celebración en evidente declive, que no aglutina más que a unos pocos fieles aunque su parafernalia suponga casi las mismas molestias que otras manifestaciones lúdico-religiosas –verbigracia, los Moros y Cristianos– que cuentan con un amplísimo y mayoritario seguimiento. Y es que, en mi opinión, es inconcebible que se cierre a cal y canto el centro del pueblo para dar gusto a 100 ó 200 paisanos, por mucha Semana Santa que sea, una celebración que, dicho sea de paso, es la mejor muestra de la idiosincrasia nacional, esa por la que un pueblo es capaz de transformar todos los grandes conceptos en un cuento de beatas costureras. Y es que, España, en su concepción religiosa, es una tribu del centro de África, como bien señalara Valle-Inclán en su soberbia “Luces de Bohemia”. Dicho de otro modo, a importancia de la fiesta, importancia del suplicio que hemos de padecer los sufridos contribuyentes, porque uno puede llegar a comprender que los Moros y Cristianos paralicen Villena, pero que pase lo mismo con la Semana Santa es algo que me cuesta más de entender que el misterio de la Santísima Trinidad.

Es más, ya puestos a divagar, creo que hasta el mismísimo Dios debe estar cansándose de que se tome su nombre en vano, de tanto penitente descalzado, del mercado negro de los balcones y el contrabando de tribunas, de tanta mojiganga y cofradía, de tanto capirote, de tanta vela en tan ajeno entierro, de tanta hipocresía, de que se siga perpetuando la pasión de su hijo como vulgar reclamo de mercaderes… y ha acabado apelando al sabotaje meteorológico para expresarlo. Por eso siempre llueve en Semana Santa. Y por eso escampa en el momento terminan estas benditas fiestas.

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