Tenía miedo a quedarme ciego y no poder ver nunca nada más
No sabría decirle justamente cuándo empezó, pero hace unos meses, sin ninguna causa que yo recuerde, empecé a sentirme los ojos. Sí, esa es la expresión exacta: empecé a sentirlos, a tener consciencia de que estaban allí todo el tiempo. Normalmente uno no es consciente de sus ojos, salvo si el viento te ha lanzado arena sobre ellos o si tienes sueño o llevas conduciendo varias horas o leyendo con mala luz.
Pero incluso en esos casos, la consciencia de tenerlos es fugaz y trivial, una simple cuestión administrativa, como hacer inventario para comprobar el número de existencias. [La habitación está prácticamente a oscuras.] Otra cosa es estar enfermo de los ojos. Eso sí que es motivo para estar todo el tiempo sintiéndote los ojos y pensando en ellos y maldiciendo por tu suerte. Pero ese no era mi caso. Yo lo que tenía era un estricto y exacerbado conocimiento de mis ojos que estaba convirtiéndose en una viscosa obsesión. Porque, por un lado, cuando iba por la calle y me cruzaba con un ciego, me sentía agradecido de tenerlos y de no estar ciego ni nada parecido, pero después mi sensación de tenerlos se agudizaba hasta, podría decirlo así, cierto dolor psíquico que se convertía en físico, en un dolor como si se me estuvieran petrificando, y entonces empezaba a tener miedo de que les pasara algo y me quedara ciego y no pudiera ver nunca nada más y, por extensión, de que a mi edad tuviera que aprender ese idioma tan difícil de los bultitos que se tocan con las yemas de los dedos mientras se ponen caras extrañas, pero sobre todo de que tuviera que andar renqueante con un escuálido bastón y lleno de pánico a ser asaltado o atropellado en medio de esa oscuridad total y asfixiante, imaginando a todo el mundo mirándome o conspirando y a los crueles adolescentes burlándose de mí con grotescas muecas y gestos ofensivos. No podía soportarlo. [Una minúscula fisura entre las varillas de la persiana cerrada de la ventana delata que debe estar anocheciendo.] Y cuanto más me angustiaba, más crecía mi obsesión. Y cuanto más me decía que tenía que pensar con cordura y tranquilizarme, más perdido me sentía y más me faltaba el aire. Fueron semanas muy duras, porque llegué a experimentar cualquier cosa como si fuera realmente ciego. Continuamente cerraba los ojos y los mantenía así un tiempo, sintiendo el mundo como un no espacio; o tal vez como un espacio sin aire, como si lo hubieran metido en una de esas bolsas para congelar y le hubieran sacado todo el aire, y al hacerlo el mundo se hubiera amontonado y aplastado convirtiéndose en una losa negra pegada a mis ojos. [Se oye el habitual y melancólico roce de la ropa al cambiar lentamente de posición sobre una silla.] Me acostumbré a tenerlos cerrados cada vez más a menudo, y cuanto más largos eran esos periodos, más culpable me sentía y más me odiaba por tener la facultad de abrirlos y volver a ver, por tener un don tan maravilloso y no saberlo valorar de verdad, repitiéndome que era un gusano y un desagradecido y un ciego moral y que me tenía bien merecido un castigo, sí señor, y que me iba a enterar de una vez por todas.