Todos los años nos enseña las cicatrices como si fueran trofeos
Mi familia está verdaderamente unida. Y cuando llega la Navidad, toda esa sincera y sobrecogedora unión se manifiesta de forma total y escalofriante, por encima de pasadas disputas ideológicas, religiosas o pasionales. Como ejemplo, sirva el hecho de que en Nochebuena todos hacemos un gran esfuerzo dejando de lado nuestras obligaciones mundanas y reuniéndonos en un gran salón para celebrar la gran suerte de pertenecer a esta familia.
Cada año, un pequeño grupo es el encargado de gestionar toda la intendencia, como un salón para al menos tres mil almas (cifra que aumenta Navidad tras Navidad), rigurosos menús según las inclinaciones de cada cual, regalos y emotivas tarjetas de felicitación, espectáculos para amenizar la velada, alojamiento para aquellos que lo necesitan, así como una decoración temática de acuerdo a la intención elegida, que este año va a estar dedicada a las muertes violentas. En nuestra familia hay una cantidad nada despreciable de fallecidos por agresiones de todo tipo, de modo que pensamos que ya era hora de un homenaje en toda regla. Así, podremos oír (un año más, y ya lleva setenta y tres) a Rodrigo, el hermano de mi bisabuela materna, contando cómo lo fusilaron a las puertas del colegio donde ejercía de profesor, allá por el año 1937. O a don Herminio, tío de mi tatarabuelo y cura de un pueblecito de Almería, al que asesinaron después de torturarlo brutalmente; todos los años nos enseña las cicatrices como si fueran trofeos, a lo que Rodrigo le contesta que presumir de mártir es el consuelo de los que se creen ganadores, pero saben que también perdieron, y los dos se ríen sincera y campechanamente. La Guerra Civil tiene el record, con sesenta y siete muertos entre militares y civiles de los dos bandos; aunque también tenemos a Matías (cuyo hilo de parentesco se me pierde), caído durante la guerra de la independencia en la gloriosa Batalla de Bailén, o uno de nuestros antepasados más antiguos, Grur, neandertal tardío que murió a manos de un cromañón poco diplomático, allá por el año 29.000 antes de Cristo. O como el caso de Angélica, la abuela del abuelo de mi padre, que la violaron y mataron los hijos del cacique del pueblo allá por el año 1890, por no querer casar a una de sus hijas con uno de ellos. Y también estoy yo, uno de los últimos casos, apuñalada 37 veces por mi ex novio hace 18 años, y al que siempre invitamos para demostrarle que no le guardamos ningún rencor, pero nunca acude porque murió de sobredosis y debe seguir colgado en algún sitio. [El florido tapizado de la butaca que se ve a través de ella se funde con su vaporoso vestido de finas líneas produciendo un desconcertante e hipnótico efecto muaré.] Como ve, somos el mejor ejemplo de lo que debe ser una familia por encima de todo tipo de barreras físicas, psíquicas o parapsicológicas. Un verdadero ejemplo de amor, comprensión y apoyo sin condiciones, sin importar el estado vital o las circunstancias sociales, y que en estos días bendice y agradece sinceramente la suerte de poder estar juntos. Porque sin la familia todos estaríamos realmente muertos, perdidos en un caos afectivo y sin consuelo para toda la eternidad. [Se recuesta en la butaca, acentuando el fantasmal efecto muaré.] Por cierto, este año viene a cantar a la cena Enrique Morente; ni me pregunte cómo lo han conseguido en tan poco tiempo.