Todos los domingos por la mañana vamos a ver a mi abuelo a la Residencia Dorada
Todos los domingos, a eso de las once de la mañana, mi padre, mi madre y yo (mi hermano mayor, que tiene veinticinco años y que, aunque vive ya fuera de casa, podría venir con nosotros alguna vez, dice que pasa del tema, que no tiene tiempo o no le apetece, actitud por la que ha tenido más de una conversación subida de tono con mis padres) nos montamos en el coche vestidos como si fuéramos a misa y recorremos los 98 kilómetros que separan nuestra ciudad de la Residencia Dorada, cruzando al final un pequeño puerto de montaña de tres kilómetros desde el que se ve, cuando coronas su cima, allá abajo la Residencia con su forma de riñón, lo que no sé si es una fina ironía de la empresa al precio que cobran a los residentes. [Pausa.]
Mi abuelo, el padre de mi padre, tiene ahora 77 años, y lleva viviendo en la Residencia Dorada desde hace algo más de dos, cuando se cayó por la escalera y se rompió la cadera. Ahora anda con dificultad, apoyado en un bastón. [Pausa.] Cuando llegamos, a eso de las doce, siempre está esperándonos en el amplio vestíbulo acristalado, sentado en uno de los sillones desde el que se ve el camino de acceso. Siempre, cuando nos encontramos, me abraza cariñosamente, como disculpándome, y acto seguido abraza a mis padres, aunque los suyos parecen abrazos más de pésame que de día de fiesta. Después, invariablemente, mi padre le da una bolsa con periódicos y revistas de la semana y con algunas cosas de aseo y comida, como colonia o gel de baño o berberechos en la lata. Si hace buen tiempo, salimos al jardín y nos sentamos en unas mesas que hay con sombrillas, y si no, vamos a la cafetería, que tiene un poco olor a hospital, y lo primero que hace es preguntarme por mis estudios, y a continuación mi padre y él hablan de cosas intrascendentes como el tiempo o alguna anécdota del trabajo de mi padre, y finalmente mi madre si interesa por su salud y por cómo le va en la Residencia, a lo que mi abuelo contesta que bien, que todo el mundo es muy amable, y que no le falta de nada. Una hora más tarde nos despedimos, nos montamos en el coche y volvemos a casa. [Pausa.] Pero la semana pasada y por primera vez, mi padre dijo que íbamos a ir a ver a mi abuelo el sábado, porque quería darle una sorpresa y contarle lo de su ascenso en la empresa. Tuvo que discutir con mi madre, porque ella, como siempre, tenía completamente planificado el fin de semana, pero al final accedió. De modo que llegamos el sábado a las doce de la mañana a la Residencia Dorada y preguntamos en recepción por mi abuelo. Nos dijeron que no estaba, que había salido a la ciudad con su nieto. Mi padre puso la cara que pone un concursante al que comunican que lo expulsan del programa sin esperárselo. Mi madre puso la cara que pone alguien de firmes convicciones que se siente rabiosamente traicionado. [Pausa.] Mi hermano había estado yendo a ver a mi abuelo cuatro o cinco días por semana desde que lo ingresaron allí mis padres. [Pausa.] Se queda con él tres y cuatro horas, salen a la ciudad a pasear o a comer, o van al cine o al teatro; cuatro o cinco días a la semana durante los últimos dos años. ¿Se da cuenta? [Pausa.] A veces hay cosas, llámelo amor, llámelo generosidad, que se saltan una generación, ¿no cree?