Trabajo en una residencia de ancianos rodeada por un valle deliciosamente verde
Trabajo en una prestigiosa residencia de ancianos, en una zona tranquila lejos de la ciudad, rodeada por un valle siempre deliciosamente verde, con pequeños bosquecillos siguiendo el cauce de un gracioso riachuelo y un horizonte de montañas moteadas de grises y pardos al modo de grandes lomos de dinosaurios.
Por alguna causa enigmática, un dulce y tibio sol suele acompañarnos en un porcentaje de días inusualmente alto, aportando a todas las cosas colores lechosos ligeramente difuminados en los bordes, como esas fotografías tratadas para despertarnos sentimientos románticos. Y en la residencia, un antiguo palacio de verano de dimensiones casi fantásticas, se respira un ambiente apacible impregnado de una vaporosa felicidad, como de aristocracia del siglo XIX. Los casi 120 residentes (lógicamente este es un lugar donde hay un moderado aunque continuo trasiego de altas y bajas) son personas de renta alta, y entre todos ellos destaca la señora Florentina, una regia dama de 74 años, siempre bien acicalada y acompañada de un bastón de pomo nacarado, y visiblemente respetada y admirada por los demás residentes. Pero una noche en la que yo estaba de guardia contemplé una cosa que me dejó profundamente intrigado. A la una de la madrugada vi a un residente varón deslizarse sibilinamente por el pasillo e introducirse en la habitación de la señora Florentina. Eso no es algo que esté expresamente prohibido en la residencia, y por supuesto que no era la primera vez que ocurría, pero me resultó extraño en su caso. Decidí prestar atención a los movimientos nocturnos alrededor de la habitación de la señora Florentina, y mi sorpresa es que descubrí que el suceso se repetía con frecuencia, pero me dejó turbado contemplar que en algunos casos eran dos y tres hombres los que acudían a la vez, y terminé por enmudecer cuando vi que también algunas mujeres realizaban el mismo tránsito nocturno. Al día siguiente de una de esas reuniones nocturnas, accedí discretamente a la habitación de la señora Florentina y sentí que el ambiente había estado cargado de esa transpiración humana típica de personas agitadas en lugares cerrados. Asumí el riesgo de llegar hasta el final del asunto e instalé una cámara en la habitación de la señora Florentina, con la firme convicción de que contemplaría las grabaciones hasta el punto en que mi moral no se viera afectada, pero hasta que quedara clara la situación. La noche elegida acudieron varios hombres y mujeres, y al día siguiente comencé a visionar la grabación con expectación. Vi al pequeño grupo de hombres y mujeres entrar y acomodarse informalmente sobre la enorme cama. Después la señora Florentina sacó una caja del fondo de uno de los cajones de su cómoda, la abrió y empezó a repartir algo parecido a cigarrillos, pero era evidente que de elaboración casera. Una de las mujeres se levantó de la cama, abrió las ventanas, y regresó a su sitio con unos saltitos que me parecieron los de una adolescente. Se encendieron un par de canutos y empezaron a pasárselos entre risitas ahogadas. Después de un rato me estiré en mi silla de oficina, colocando los brazos detrás de mi cabeza, y me descubrí alegrándome de contemplarlos así, burlando la tiránica ley del tiempo como si fueran un grupo de jóvenes amigos de barrio transportados a un lugar de cuento, en medio de ningún sitio. ¿Quién era yo para juzgarlos? Estuvieron fumando y riendo durante un par de horas, y después poco a poco se fueron a sus habitaciones. Hubo algún flirteo, pero no la orgía desenfrenada que yo temía. ¿Y qué si la hubiera habido? ¿Y qué si la próxima vez la hay?