Estación de Cercanías

Túnez

Cuando decidimos este destino para pasar las vacaciones de Semana Santa, lo hicimos buscando el sol que a nuestra península se nos ha negado durante los últimos meses, y acertamos de pleno. Túnez es luz y sol. Luz madrugadora que a las 6 de la mañana alumbra plenamente su territorio, sin oscuridades de amanecer, es sencillamente deslumbrante, y activa los biorritmos invitándote, casi obligándote, a abandonar las sábanas y disfrutar de ella, así que, como buenos viajeros, nos dejamos llevar por su presencia, olvidamos el despertador y nos abandonamos a la espera de su llegada para empezar el día y de su desaparición para buscar el hotel y descansar, ella fue la única guía horaria que tuvimos en esos días para empezar y acabar.
Y pudimos permitirnos el lujo de olvidarnos y soltar el yugo de las saetas, pues en esta ocasión apostamos por un turismo antropológico, alejado de los tradicionales circuitos para los visitantes, esos que organizados con idéntico perfil e iguales para todos, nos ofrecen desde las agencias sólo la superficie más vistosa y digna de ser mostrada de un país, y que olvida intencionadamente la profundidad del mismo mutilando la verdadera identidad del terreno que visitas. Así pues, conocedores del bilingüismo árabe – francés de sus gentes y sus señales de tráfico, que fueron pieza clave para nuestras intenciones, alquilamos un coche y recorrimos las carreteras de este país a nuestro antojo, de norte a sur, buscando aquellos lugares que nos fueron recomendados pero desplazándonos del mismo modo que lo hacen sus habitantes, por el centro de sus pequeños pueblos, por sus carreteras comarcales y también, por supuesto, por su “auto-rute”.

Ha sido una experiencia fantástica. El poder descender al fondo de la realidad de sus costumbres más arraigadas, el tener la ocasión de visitar estrechas calles por la medina de Kairouan, solamente transitadas por sus vecinos y como únicos extraños nosotros, visitando las panaderías que ellos frecuentan, sus telares, sus economatos, tomamos unas colas en el bar de pueblo con sillas desvencijadas, un aseo inaccesible por su suciedad, y la sola parroquia masculina que, porque no decirlo, se sorprendía con la presencia de cuatro mujeres occidentales en compañía de un solo hombre, ha sido enriquecedor y bello, y por supuesto imagen de contraste con nuestra España de hoy, nuestro avance, nuestro orden urbano, pues lo que aquí nos puede parecer sucio allí es pura limpieza, el descuido de calles o fachadas es orden del día en su forma de vida.

Pero eso es lo que fuimos buscando y eso lo que encontramos, un retrato parcial, que salva las distancias, de nuestro país hace 60 años. Pero si el encuentro con nuestro pasado es chocante, en mí personalmente, lo que más me impacto, fue el contraste de ellos con ellos. El abismo inmenso que separa su ruralidad de su urbe, son dos países en uno, que no difieren solamente en un estilo de vida marcado por el costumbrismo de la zona, es algo tan profundo como una separación total entre ideologías, religiosidad y vidas, una grieta de unas dimensiones que solo son relieve cuando las has visto en primera persona. Diferencia que se hace más latente en la mujer, una mujer invisible en los bares lugareños, invisible en los zocos, pero visible en los campos recolectado, pastoreando y cargada de niños, tapada de pies a cabeza u olvidada viuda mendigando un espeluznante abandono, una mujer sin horizontes, desahuciada por sus mismas compatriotas urbanitas, que ven en ella un fanatismo religioso que es casi insulto a sus pretensiones de dar otra imagen femenina, y que lejos de despertarles el espíritu de lucha ante tal barbaridad, alienta, tristemente, el repudio por vergüenza.

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