Un Cocker Spaniel Inglés, 6 años
Vivir dependiendo de otros es siempre humillante, pero lo es más si tus amos hieren tu delicada sensibilidad con incesantes muestras de incivilizada ordinariez. Que uno pertenezca a otra raza (Cocker Spaniel Inglés, sí, perro después de todo, pero no indiferente a las más básicas normas de decencia y buen gusto) no les da motivo para creerse superiores a mí [se retira la oreja de los ojos con un giro elegante de su pezuña] ni para desahogar sus numerosas frustraciones manipulando afectivamente mi vida.
Mi ama Francisca (aunque más conocida urbi et orbi como Paqui), por ejemplo, vuelca sobre mí el vacío afectivo provocado por su autoritaria madre (pero también podría decirte sin parecer exagerado que es -su madre- una arpía sanguinaria con tics maniaco depresivos -agravados con delirios, alucinaciones y creencias hipocondríacas absurdas- y neuróticos -como obsesiones, fobias y/o conductas repetitivas-, trastornos que trata principalmente con drogas psicoactivas adquiridas ilegalmente), chantajeándome constantemente con sobreabundancia de muestras expresivas espantosamente amables, intercaladas de repentinas palabras malsonantes y amenazas de castigos que generalmente no cumple. Su marido, en cambio, no existe en el ámbito familiar. No cumple más función que la de ocupar un tercio de las fotografías y la de ganar cantidades considerables de dinero. Según Paqui, podría ser tomado como modelo de hombre ideal, ya que tiene todas las virtudes que generalmente otras mujeres deploran: nunca está en casa, nunca hace preguntas ni se queja por una factura, nunca habla de sus fulanas ni de sus compinches; su único defecto (según Paqui) es que tiene buena salud y quizá no muera en el momento adecuado. Y luego está la hija posadolescente [se retira la oreja de los ojos con
], que no diferenciaría un perro de un motor de explosión. Es una hembra en una fase más evolucionada de la especie humana, y ya contempla el mundo sólo como mecanismo funcional para sus positivistas intereses. Pero mi verdadero y único superior siempre ha sido Paqui. Y con ella tuve el día más feliz de mi vida (¡qué paradoja!) las pasadas fiestas patronales. Me sacó a dar mi paseo diario con la intención, esencialmente, de librarse de mis excrementos. Paqui tiene la costumbre de llevar una bolsita en su mano izquierda para recoger lo que yo dejo, pero la realidad es que sólo lo hace cuando hay testigos, ya que tiene una fobia castrante y frustrante hacia mis caquitas. Ese día estaba especialmente irritada, y quería que las evacuara en un cúmulo de sucios confetis entre dos coches aparcados. Y entonces comprendí que mi dignidad tenía un límite. La miré a los ojos, vi en ellos el feliz vacío representativo de toda una horda de incívicos villenenses abandona caquitas, y cerré con todas mis fuerzas mi mandíbula alrededor de su varicosa pierna. Hicieron falta tres hombres para soltarme, y he sido puesto en tratamiento educacional con un experto psicólogo perruno, pero no me importa. La felicidad siempre tiene un precio.