Un juego inadmisible
En el último episodio de malos tratos a menores, los diferentes estamentos encargados de evitarlo han jugado una letal partida de pinball. El juego comenzaba el pasado diciembre, cuando los servicios médicos de un hospital barcelonés denunciaban, según el protocolo de actuación exigido, el ingreso de una menor que presentaba lesiones de sospechosa procedencia. La bolita sube para arriba impulsada por el pulsador de la observación médica. Pero, el peso de la misma, la lleva a bajar llegando a la Policía Local, que a su vez la vuelve a elevar lanzándola a la Policía Nacional y, desde allí, debido a lo alejado del recorrido y sus competencias, la vuelven a disparar por el tablero de este macabro juego tropezando en su camino con la burocracia de juzgados y jueces y sus insalvables normas de conducta, que la depositan con el siguiente lanzamiento en el hueco de los Servicios Sociales
y allí la mantienen, en espera del estudio del caso.
Mientras tanto, una niña queda totalmente desamparada. Perdida entre bandazos de trámites y protocolos, a merced de las manos cobardes de su maltratador. De las mentiras ahora investigadas y creídas por todos anteriormente de su madre, que si no ha levantado las manos contra ella, ha callado y permitido las agresiones. Y también del uso que han hecho de ella los padres en la guerra de su separación. Y así, de una mesa de despacho a otra
el juego llegaba a su lamentable final.
El pasado 4 de marzo, Alba, una niña de apenas cinco años, inmerecida e indignantemente protagonista de este juego, llegó a un hospital barcelonés en estado de coma. Ingresó debido a la brutal paliza que le había propinado supuestamente el compañero sentimental de su madre. La bola del desorden y la descoordinación entre los diferentes estamentos encargados de evitarlo ha jugado una letal partida con una inocente como víctima. ¿Quién va a pagar por ello?
Mientras que las leyes se adecuan para procurar a las mujeres maltratadas el amparo y la ayuda necesaria, son muchas las voces que se levantan para pedir que los menores, en muchos casos sufridores del comportamiento animal en sus hogares, sean igualmente protegidos. Solamente me proporciona algún alivio el pensar que Alba ha dejado al descubierto las consecuencias fatales que pueden tener los trámites. Que desde este momento su nombre sonará en los oídos de aquellos de tiene el deber de agilizar u obviar los pasos a seguir en estas situaciones. Pues, hasta que eso llega, las víctimas quedan a merced de los doctores que les atienden como única tabla de salvación ante su desdichada situación. Esperando que todos y cada uno de los mecanismos y factores que van desde la denuncia hasta la medida cautelar de suspensión de custodia, funcionen sin interferencias como en el caso que nos ocupa.
Ésta es una de las ocasiones en las que me avergüenzo de mi condición humana. De tener congéneres semejantes. Y de que no haya una ley que impida a este excremento social volver a ver la calle. No puedo por un momento, ni tan siquiera realizando un supremo esfuerzo de empatía, llegar a asimilar semejante comportamiento. Se aleja de mi capacidad racional el intentar acercarme a la causa por la cual una madre es capaz de consentir o infringir a un hijo un daño semejante.
No hagamos oídos sordos ante los hematomas del niño del vecino que nunca juega y siempre llora, o que cae dos veces al mes por la escalera. De lo contrario la historia se volverá a repetir. En esta sinrazón toda ayuda es poca, ya que nada es lo que parece. Ni tan siquiera las palabras de una madre.