Fuego de virutas

Un puño sin rosa

No sé si será porque puede ser que nos quede algo de romanticismo, pero igual que no sé rosa sin espinas –"Nulla rosa sine spina"– no sé puño sin rosa. En los años en los que despertábamos con intensidad a la vida política, los puños que estimábamos tenían una rosa. Vivimos aquello con mucha ilusión. Fue corta, pero intensa. Corta porque pronto nos sentimos defraudados. Intensa por haber puesto mucho corazón. Para gran parte de nuestra generación apostar por la rosa, aquella sujetada por un puño que sentíamos solidario, había supuesto para algunos un enfrentamiento con la generación de nuestros padres. Afortunadamente nuestros padres nos comprendieron y –no sin advertencias de padres– nos dejaron ser. Entonces...

Entonces, en mi caso, hablamos del año mil novecientos ochenta y dos. Ese año era, para quienes habíamos nacido en el sesenta y tres, la primera vez que votábamos. La mayoría de nuestra generación votamos "por el cambio". Cosas de la política, tantas veces cambalache, ahora son otros –paradójicamente los herederos de los contrarios a aquellos que nos ofrecían el cambio– los que ahora nos lo ofrecen. Ahora, unos el cambio y otros el pelear –si bien pelear por lo que queremos– con puño sin rosa. Sé que hay otras alternativas, pero el vocerío lo monopolizan dos.

Los del puño sin rosa nos piden pelear por lo queremos. Así aparece en los carteles del circo electoral. Un puño que denota tesón, pero es tesón que yo no veo tanto porque, echando de menos la rosa, antes que tenaz, es puño huero, puño vacío que nos pide pelear por lo que queremos cuando en nuestra vida no hemos hecho otra cosa que pelear por lo que queremos. Y en ello seguimos. Desde que tengo uso de razón me creo peleando por aquello que he querido: estudios, trabajo, familia, bienestar... Peleando por ser feliz, peleando por salvar a familia y amistades, peleando por la vida, peleando por vivir. Peleando.

Sé que la rosa, por tener espinas, pincha, nos duele, nos hace sangre. Me lo confirmó Carlos Luis Álvarez, Cándido, maestro en periodismos, cuando mis ilusiones políticas por el puño y la rosa estaban tiempo muertas. En 1996, Cándido publicó "La sangre de la rosa" para denunciar –y curarse– del recambio del cambio socialista que personalmente, por su amistad con Felipe González, tanto le había dolido. En la portada de aquel libro aparecía el puño y la rosa, pero la rosa aparecía quebrada, cayéndose, rota. Era como si en el noventa y seis la rosa –esa que echo de menos en cartel– estuviera marchita, muerta o muriéndose. La sentencia de Cándido en la parte final del libro es para pensar en una rosa muerta: "Cuando Felipe González perdió el poder en marzo de 1996 ya había entregado España a los poderes económicos y sociales (refinados en su función y en sus métodos) contra los que había reaccionado el espíritu republicano en 1931, que es mucho más que perderlo ante una oposición parlamentaria de la derecha."

Cuando comento mi añoranza de la rosa, desde la Villena tantas veces festera, me sugieren un chascarrillo diciendo que si me fijo bien en la foto del cartel que me ocupa, el candidato parece un marrueco desfilando con los de las capas al que, sin enterarse, le han birlado la lanza. Y que podrían colocarle lo mismo otra lanza que un cirio para el gorigori político. Sonrío las ocurrencias pero confieso que no estoy para bromas. Para mí un puño sin rosa es como una rosa sin espinas. Si la rosa no es sin espinas, el puño no es puño sin rosa.

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