Unas rojeces de formas extrañas empezaron a aflorar tímidamente sobre mi piel
Unos días antes de Semana Santa empecé a sentir unos picores extraños en manos y muñecas, acompañados de unas leves rojeces que afloraban tímidamente sobre mi piel. No quise darle importancia diciéndome que sería una reacción leve y benigna a algún alimento o a la primavera, e intenté despreocuparme.
Pero solamente un día más tarde las rojeces y picores habían aumentado de forma visible, reproduciéndose también en mi pecho y mi espalda. Como sé que rascarse no hace más que empeorar este tipo de procesos, evité la tentación recubriéndolas con un poco de crema hidratante antirrojeces e hipoalérgica, y esperé a que esto mitigara los desagradables síntomas. No sirvió de nada, y las rojeces y picores se intensificaron. Lo más extraño es que las formas de las rojeces no eran las típicas ronchas más o menos redondeadas, sino una mezcla de formas caprichosas y líneas que serpenteaban sobre mi piel sin responder en apariencia a una lógica biológica. Me las volví a cubrir con crema y me dirigí a mi Centro de Salud. Esperé mi turno, y cuando el médico vio mis rojeces, puso la ordinaria cara utilizada para comunicar que aquello no era nada importante, me recetó otra crema y unas pastillas, y me dijo que en unos días notaría una indudable mejoría. Me fui a casa con el alivio habitual de quien se siente comprendido y protegido. Pero dos días más tarde las rojeces y picores habían invadido gran parte de mi cuerpo, convirtiéndome en una llaga andante y sufriente. Volví al médico, envuelto en gasas y vendas como una momia torpemente embalsamada, y le enseñé el progreso de mi desquiciante situación. El médico me miró de arriba abajo con aire de profesional escrúpulo acariciándose suavemente la barbilla, y después de un largo silencio me dijo que debía intensificar el tratamiento añadiendo una nueva crema y otro medicamento. Me extendió la receta con los pormenores de horarios y cantidades y añadió que debía realizar el nuevo tratamiento recluido en casa, porque exponer mi piel a los agentes contaminantes de la calle podría ser contraproducente. Salí de la consulta un poco alarmado, pero repitiéndome que aquel tratamiento mucho más agresivo sin duda acabaría con mi afección cutánea. Más tarde, ya en casa y después de comprar en la farmacia todo lo prescrito, empecé el nuevo tratamiento. Fui paciente durante dos días y realicé todo lo que el médico me había dicho, pero al tercer día, Domingo de Resurrección, después de despertar de una desesperante noche de escozores insoportables, sentí todo mi cuerpo como un grito en el desierto. Me levanté y me coloqué frente al espejo de gran tamaño que hay en el interior de la puerta del armario de mi habitación, y entonces comprendí por fin de qué se trataba. Mis llagas, que rezumaban tímidamente sangre como si hubieran tenido una costra vieja que se hubiera desprendido, componían un mensaje escrito con la caligrafía sádica de un dios irónicamente perverso. Ahí estaban, sangrando sobre mi cuerpo como estigmas modernos, los nombres de grandes gobernantes con los emblemas de sus partidos políticos, los nombres de bancos y poderosos especuladores financieros, los nombres de grandes empresas energéticas, y de telecomunicaciones, y de publicidad, y de internet; y ahí estaban también, como una mueca burlona, los signos de las principales religiones del mundo. Abrí los brazos y cerré los ojos diciendo: el infierno sea con vosotros, tiranos demonios de las nuevas tinieblas.