Unos tipos enormes que parecían carniceros rusos cargaron los cuatro ataúdes
Mi padre tenía un pequeño camión con el que hacía todo tipo de portes. Era un camión de esos que llevan una lona tapando la caja de carga. No eran portes de mucha importancia: algunos muebles que alguien quería llevar a otra casa; una máquina voluminosa que una empresa necesitaba cambiar de oficina; material de construcción para una obra menor...; ese tipo de cosas.
Mi padre conducía siempre con un palillo entre los dientes. Lo mantenía en una comisura de la boca durante un rato, y de pronto lo movía de un lado a otro de la boca repetidas veces como si hubiera pensado algo importante, aunque no decía nada, porque la verdad es que mi padre no hablaba mucho. Cuando yo tenía unos quince años, empecé a acompañarle algunos sábados por la mañana. En una de esas ocasiones le llamaron para transportar unos féretros. No sé si era el procedimiento habitual, pero por el trato con el hombre de contacto me dio la impresión de que no era la primera vez. Unos tipos enormes que parecían carniceros rusos cargaron los cuatro ataúdes, que yo ayudé a colocar subido a la parte trasera del camión. Después mi padre intercambió con el hombre de contacto algunas palabras que no alcancé a entender y seguidamente vino hacia el camión dándole vueltas al mondadientes. Yo me disponía a bajar ya de la parte trasera, pero mi padre levantó la mano derecha en inequívoca señal de que me detuviera y me dijo que me quedara allí, por si se movían. Me quedé un poco sorprendido. Mi padre ajustó la portezuela y la lona, y yo me senté en el suelo de la caja de carga, en un rincón. A los pocos segundos el camión empezó a moverse. Pasaron diez o doce minutos y, piense que yo tenía quince años, no pude resistirme mucho más. Me acerqué a gatas al ataúd que me quedaba más cerca y examiné los cierres. Me incorporé quedándome erguido sobre mis rodillas, abrí los cierres con cuidado, y levanté la tapa lentamente para intentar ver el interior del féretro. Cuando la abertura no tenía más de diez centímetros, pude ver con claridad que ¡allí dentro había un hombre! Se me cayó la tapa de la impresión y se me aceleró el corazón, lo que no me impidió volver a levantarla para asegurarme de lo que había visto. Tragando saliva repetí la operación en los otros tres ataúdes, y también contenían hombres, todos de cierta edad. Me volví a mi rincón, y no dejé de mirar los ataúdes hasta que llegamos al destino, hora y media más tarde. [Pausa.] Cuando ya estábamos de vuelta en casa y con el camión dentro de la cochera, le dije que había abierto los ataúdes y había visto en ellos hombres que parecían estar muertos. Se me quedó mirando mientras movía el mondadientes de un lado a otro de la boca, y después de uno segundos añadió: ¿Qué esperabas? ¿Violonchelos? Le dije que si no le importaba haber transportado hombres que estaban muertos, y añadió con desgana, después de detener el mondadientes en su comisura derecha, que si hubiera querido dedicarse a enseñar a cantar a los cerdos se habría comprado una furgoneta de esas con megafonía, y después me dijo que cogiera la manguera y que le diera un manguerazo a los jodidos bajos del camión, que estaban podridos de barro.