¡Vaya por Alá!
Desde que tengo el honor y la desdicha de escribir en los medios de comunicación locales, y ya vamos camino de los tres años, no he podido evitar hablar de algunos temas recurrentes, entre ellos la religión, lo cual me ha costado algún disgusto que otro, puesto que inevitablemente entran en juego creencias personales y convicciones éticas y morales con las que conviene andar con pies de plomo. He sido, desde estas mismas páginas, muy crítico con la Iglesia Católica, y no dudo que lo seguiré siendo en un futuro, puesto que nunca aceptaré que alguien intente imponerme sus convicciones, por respetables que me parezcan o dejen de parecerme. Por eso, cada vez que alguien lo pretenda, rechistaré. Hablando de moral, ese alguien suele ser la Iglesia Católica, y no es que le tenga manía o una especial ojeriza, sino que, mal que me pese, es mi iglesia.
Parafraseando a Pepe Rodríguez (recomiendo vivamente la lectura de su libro Mentiras fundamentales de la Iglesia Católica) hay que decir que, si nos paramos a pensar, nos daremos cuenta de que no sólo tenemos una estructura mental católica para ser creyentes, sino que también la tenemos para ser ateos: para negar la religión lo hacemos desde la plataforma que nos la hizo conocer. Por eso, un ateo de nuestro entorno es, básicamente, un ateo católico. Nuestro vocabulario cotidiano y nuestro refranero supuran catolicismo por todas partes; nuestra forma de juzgar lo correcto y lo incorrecto parte de postulados católicos (con origen judeocristiano); nuestras vidas están dominadas por el catolicismo: nuestro nombre es, en la mayoría de los casos, el de un santo católico, asistimos con total normalidad a actos sociales que son sacramentos comuniones, bodas, entierros
, las fiestas patronales de nuestros pueblos, nuestros puentes y vacaciones San José, Navidad
, infinidad de hospitales, instituciones y calles llevan nombres católicos, gran parte de nuestro patrimonio artístico es de origen católico, existen miles de centros escolares, educacionales y asistenciales católicos
lo queramos o no, estamos obligados a vivir dentro del catolicismo, y ello no es ni bueno ni malo, simplemente es.
Saco esto a colación porque a raíz del revuelo suscitado por la publicación en la prensa europea de unas caricaturas satíricas de Mahoma y la medieval reacción (no podía ser de otro modo) de los fundamentalistas islámicos, hay quien ha aprovechado para arremeter contra quienes somos críticos con la Iglesia Católica en lugar de serlo con otras confesiones, a lo que cabría responder que uno prefiere hablar de lo que le atañe y le pilla más cerca, obviando cuestiones que, hasta que ha empezado a darse en España el fenómeno de la inmigración, ni nos iban ni nos venían.
Pero el caso es que ahora sí puede afectarnos, hasta el punto de que no es la primera vez que se escucha algo sobre el futuro de la efigie de Mahoma utilizada en nuestras fiestas, un muñeco que, sinceramente, me trae al pairo, pero que puede terminar convirtiéndose en un icono local de ese Choque de civilizaciones de Huntington o de su contrario, la Alianza de civilizaciones de ZP, ante lo cual sólo me queda decir que no se puede ser tolerante con los intolerantes: si supiera dibujar y el formato de esta columna me lo permitiera, hoy habría aquí una caricatura de Mahoma, porque todo el respeto que siento por la civilización occidental y su Estado de Derecho es simétrico al desprecio que me producen los integristas y dogmáticos, sean cuales sean. Por eso creo que, ante ellos, no hay que ceder ni un ápice. Y si no les gusta cómo vivimos, ahí tienen la puerta.