Vi salir unas diminutas y apáticas burbujas de su boca y nariz
El bebé solo tenía unas semanas, algo más de un mes. Era una pequeña masa con brazos y pies que apenas sabían moverse. Yo conocía lo que debía hacer. No era difícil. Tenía a mano todo lo que necesitaba: una toalla grande y suave, el jabón para bebés, una esponja, algodón, loción limpiadora e hipoalergénica, pomada de cinc y de aceite de ricino, un pañal, ropa limpia.
El agua estaba a la temperatura adecuada (34º C). [Realiza gestos en el aire acompañando sus palabras.] Puse el bebé sobre la mesa, lo desnudé, pero le dejé la camiseta para que no tuviera frío. Limpié toda la zona del pañal con algodón humedecido de loción. Me aseguré de que no tuviera ninguna erupción cutánea debida a los pañales. Le quité la camiseta y lo envolví en una toalla. Le limpié los ojos, orejas y nariz con un algodón húmedo. En cierto modo, me gustaba lavarlo, ¿sabe? Pero no creo que se tratara de amor. No era culpa suya. Le sujeté la cabeza y el cuerpo con mi antebrazo izquierdo, con sus piernas contra mi axila, y le lavé el pelo. Se lo aclaré y sequé con la toalla. Después le cogí la cabeza por su nuca con mi mano izquierda y con la otra mano lo sujeté por debajo de su pequeño trasero, y lo metí lentamente en el agua llevando cuidado de que se mantuviera semivertical para que sus hombros y cabeza no se sumergieran. Pasé la esponja con delicadeza por su pecho y sus brazos, por sus muslos y sus pies, más como una caricia que como un acto de higiene. [Deja de acompañar las palabras con sus gestos y adquiere un semblante severo.] Yo estaba condenado a hacer de padre todos los días para mantener estable eso que brumosamente denominamos La Familia. Ya que existe un orden social, yo debía hacer de padre. Y al bebé se notaba que le gustaba. Sonreía con su blanda y muda boca, igual que un diminuto enfermo de parálisis cerebral, con unas muecas incoherentes llenas de gracia. Le aclaré los restos de jabón. [Fija la vista en un punto inconcreto delante de él, a la altura de su cintura.] Y me quedé mirándolo unos segundos. [Eleva la mirada con dignidad y determinación.] Yo sabía lo que tenía que hacer. Lo había hecho muchas veces dentro de mi cabeza. No era mi hijo. No tenía que ser difícil. Se trataba de elegir entre dos variantes del falso papel a representar el resto de mi vida: el de padre solícito y comprensivo, o el de padre atormentado por la pena. Hundí suavemente su cabeza bajo el agua. Vi salir unas diminutas y apáticas burbujas de su boca y nariz. Estaba tan indefenso como yo. Y entonces supe qué decisión debía tomar. Lo saqué del agua con prudencia y lo coloqué en diagonal sobre la toalla extendida. Le sequé bien todos los pliegues de la piel para evitar que se le formaran rojeces o grietas y les froté suavemente pomada. Doblé la esquina inferior de la toalla hacia arriba y las dos laterales hacia dentro, formando una especie de saquito, como un regalo. Su madre, mi mujer, estaba a punto de llegar. Lo miré un instante, para no olvidar a aquél que quizá me había salvado la vida al perdonarle yo la suya, y salí por la puerta de atrás para no volver jamás.