Cultura

Viaje al mundo de los Hombres Patata

Creo recordar, si mal no me equivoco, no haber sido siquiera de los primeros que tuvo delante de sí a un hombre patata. Los conocí mucho más tarde, y aún así puede que me hayan enfriado más de diez inviernos desde entonces.
Los conocí en el estudio de Andre, una caseta apartada a la que se sube por una escalera metálica a la que él solía llamar “La Torre”, un nombre que a mí siempre me ha sugerido ya de por sí el espacio del artista. La Torre estaba cubierta totalmente de libros, periódicos, cómics, enciclopedias de arte y, por supuesto, los trabajos de Andre, aquellos que muy poco a poco iría conociendo. En aquel momento mis visitas a La Torre no tenían otro motivo que la búsqueda de conversación. Pasaban las horas de la tarde mientras recorríamos la vida y obra de sus variopintos compañeros: recuerdo el cinismo de su siempre amado Auden, los largos legados de Bellow, el humor de Schulz, la melancolía de Brodsky, la frialdad de Handke, así como un largísimo etcétera de escritores, pintores, filósofos o artistas de los que Andre siempre recuerda alguna divertida anécdota o una curiosa excentricidad. Yo por mi lado le ofrecía mi cuenta de anecdotario sobre autores, directores o dramaturgos, por los que él siempre mostraba interés.

Y aunque yo conocía sobradamente sus facetas (y/o aficiones) como pintor, dibujante e incluso como escritor de poesía y novela, tal conocimiento no atenuó mi sorpresa al descubrir a los hombres patata –acuñación que si mal no recuerdo proviene del artista y amigo Rafa Hernández–. En las viñetas de “La vida nos ofrece tantas posibilidades…” que próximamente se expondrán en el Colosseo, podemos descubrir no sólo el ingenio de un dibujante, sino toda una filosofía acerca de la existencia. Los paisajes donde se encuentran estos seres nos llevan a un todo infinito, o a una inmensa nada, un vacío de igual modo infinito si lo prefieren. Allí se sitúan los personajes: indefensos, solos, con aparente mezcla de melancolía e ingenuidad. El Andre pensador prevalece sobre la fuerza de estos desamparados personajes, y esto nos aleja del gag de choque, de la primera sonrisa espontánea producida por las situaciones incoherentes o surrealistas, para arrastrarnos hacia el cuestionamiento de la propia existencia. Andre resulta un demiurgo cruel y sarcástico, poco piadoso, lo que me hace recordar una expresión con que en ocasiones él mismo parafrasea irónicamente a Spinoza: “a Dios no le importa el hombre”.

Lo que Andre llama “optimismo vital” no es otra cosa que el empeño en continuar vivos pese a la inutilidad de tal existencia. El vacío existencial se da en las circunstancias en las que se encuentran sus personajes, en el empeño o la intención de hacer, conseguir o buscar algo imposible, por sencillo que en principio parezca.

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