Virginia, 28 años
Es lo que nos pasa si estamos siempre ansiosas, inventariándolo todo como una supercomputadora BlueGene/L estresada por los récords, y forzando la jodida educación universal que frenéticamente nos han impuesto (para no perdernos nada y vivir intensamente nuestra época y ser el paradigma de la belleza y la libertad y la elegancia y bla bla bla) como si fuéramos el resultado de coger toda la maldita publicidad mundial y pasarla por una licuadora monstruosa.
Joder, pues nos pasa que nos metemos en cada embrollo que le dan ganas a una de no salir de casa y suicidarse a base de comer toda la basura posible y mirar como una zombi la teletienda hasta que el culo y el sofá sean una sola e indivisible cosa. Pero es que no escarmentamos. Te cuento la última, y no me interrumpas con tus Y Lo Que Nos Queda Por Ver, porque parece que tú asumas que estamos condenadas a pasar por toda clase de humillaciones y situaciones indescriptibles. Sí, es verdad que nos pierde hacernos las interesantes, estirar la goma hasta que chirría ahogadamente, pero si es que si no das un paso, eres una burra prehistórica, y si das dos y te tropiezas, parece que estamos buscando problemas más allá de lo permisible. Y el caso es que yo estoy advertida, intentando siempre agudizar el octavo o noveno sentido que una va desarrollando como apéndices histéricos que crecen y se secan agotados biológicamente de tanto examen preventivo. Pues esta vez creía que mi intuición era clara como un radar aeronáutico. El tipo era de esa clase de chico limpio y bien vestido que podría protagonizar sin problemas una campaña de Tommy Hilfiger, pero con algo inasible entre inocente y morboso más propio de Jean Paul Gaultier. Se le veía relajado bebiendo sin prisas su cerveza Calsberg mientras conversaba con una lagarta adolescente que ocultaba su ilegal edad bajo complementos de ropa y maquillaje que debía de haber conseguido de contrabando, de modo que me coloqué a su lado en la barra del pub, y diez minutos más tarde, aprovechando que la púber gacela desvergonzada desapareció para ir al baño a restregarse más hormonas por las partes visibles de su cuerpo (que eran muchas), secuestré al terso bollito con admirable elegancia y me lo llevé a mi casa sin que él abandonara esa graciosa sonrisa de blanco demonio que se mete en tus sueños y te hace una desgraciada. Créeme si te digo que el tipo era realmente más un canon matemático que una pasta modelada por los mismos procesos biológicos que tú y que yo. Como te puedes imaginar, lo puse en su punto con un par de minutos de vuelta y vuelta, para que no se quemase, y me lo apliqué encima como un artilugio sencillo y resistente diseñado por los japoneses para una sola cosa. Y entonces le cambió la cara, y empezó a sudar y retorcerse, y cuando el tío estaba llegando al orgasmo empezó a gritar ¡Los Jóvenes Falangistas Están Cansados De Dar Y No Recibir! ¡Los Jóvenes Falangistas Están Cansados De Dar Y No Recibir! Joder, tía, te lo digo de verdad, estoy de jóvenes cachorros hasta la hipófisis.