Y allí estaba yo con 38 años y viviendo en medio de una plácida e inocente existencia
Yo tenía una vida ideal, no podía quejarme. Tenía una familia muy parecida a las que se ven en los anuncios. Tenía un marido con un trabajo ejecutivo de alto nivel y muy bien remunerado, dos hijos rebosantes de salud, y una bonita y lujosa casa en una zona privilegiada de la ciudad. Lo cierto es que, cuando veía en las noticias las incontables y espantosas desgracias que sufrían otras personas, me sentía sinceramente agradecida.
Y allí estaba yo, con 38 años, viviendo en medio de una plácida e inocente existencia, dedicándome exclusivamente a mi casa, a ir al gimnasio, a ir de tiendas y a tomar café con algunas amigas, cuando hace unas semanas ocurrió algo completamente inesperado. Llegué a casa después de la peluquería, a eso de las siete de la tarde. Mis hijos estaban en casa de mis padres, y se suponía que mi marido los recogería cuando saliera del trabajo más tarde, de modo que en casa no debía haber nadie. Coloqué el coche delante del garaje de dos plazas adyacente a la casa, le di al mando para abrir la puerta, que inició ese ascenso lento y monótono que siempre me hace sentir un poco impaciente, y cuando estuvo completamente abierta tuve una visión imprevista y desconcertante. A la derecha estaba el Mercedes de mi marido, y justo en medio del hueco de la izquierda donde yo aparco mi BMW descapotable, colgando de una de las vigas metálicas del garaje, estaba mi marido, con un leve balanceo que no me pareció muy realista, sin los zapatos, pero con su caro traje al completo. Después de unos segundos en los que me sentí como si estuviera fuera de mi propia vida, aceleré suavemente, coloqué mi coche en su sitio oyendo cómo el cuerpo de mi marido arrastraba por el techo de lona de mi coche, y le di al mando para que se cerrara la puerta del garaje. Bajé del coche e inspeccioné la situación. Tuve que pensar con rapidez, porque si mi marido no iba a ir a por mis hijos, era muy probable que mi padre no tardara en traerlos a casa. Hice que el sistema mecánico perfectamente automatizado retirara la capota de mi BMW, que es uno de esos que tienen cuatro plazas, dejando el cuerpo de mi marido justo encima de los asientos traseros, y me dije que pocas veces las coincidencias se alinean tan favorablemente. Corté la cuerda con una sierra y el cuerpo cayó en los asientos traseros. Retiré la cuerda restante de la viga, cogí los zapatos, y lo dejé todo también en los asientos traseros. Volví a cerrar la capota, le di al mando para que se abriera la puerta del garaje, y me fui de allí en dirección al acantilado que hay a unos quince kilómetros de casa, en la costa. Por fortuna, la noche me protegía. Una vez allí, sacar el cuerpo del coche y lanzarlo por el acantilado fue trabajoso, pero no hay nada que una mujer con determinación no pueda conseguir. De vuelta, tiré el otro trozo de cuerda y los zapatos a un contenedor. [Pausa.] Ahora la situación oficial de mi marido es la de desaparecido. La policía dice que en estos casos no se puede hacer gran cosa, salvo esperar. Por suerte, teníamos bastante dinero ahorrado, y además todo el mundo se ha volcado con nosotros y nos ayuda. Creo que podré esperar los diez años que deben pasar para cobrar los sustanciosos seguros. [Pausa.] La verdad, no sé en qué estaría pensando mi marido para hacer una tontería tan vergonzante como la que hizo. Menos mal que pude arreglarlo. Afortunadamente, ir al gimnasio y de tiendas me ayuda a sobrellevarlo. Y mis amigas, que son un encanto, se desviven por mí y quedamos a tomar café más que nunca.