Y creo en el espíritu y la carne unidos en un plasma divino
Soy, a mi manera, una mujer profundamente creyente, de una forma quizá poco ortodoxa, pero intensa y decidida, de modo que creo en el espíritu y en la carne, y en que uno y otra están universal e imperecederamente unidos, como un plasma divino y trascendente por los siglos de los siglos.
Pero esta profunda convicción me ha llevado a una situación peculiar, en la que he tenido que tomar dolorosas y vanguardistas decisiones, que quizá abran puertas a otros y sean el principio de una nueva religión más acorde a los tiempos modernos que corren, con ritos y dogmas que nunca antes habíamos imaginado. Todo empezó hace unos siete meses, poco antes del tiránico y cínico verano, mientras me probaba un chándal en una tienda de ropa deportiva, pues había tomado la firme decisión de comenzar a hacer gimnasia para reducir peso. Debo añadir que entonces pesaba más de 120 kilos, y que estaba entrando en una acelerada espiral ascendente de cebe satánico e inmoral, sobre todo porque un medio novio que tenía estaba tirándose a mis espaldas a mi prima Tere, que es más fea que la radiografía de un pulpo, pero que está delgada como una anguila japonesa. De modo que ahí estaba yo, frente a lo que podríamos denominar Mi Totalidad, intentando conservar dentro de la ropa mis saludables excesos, imaginando todo aquello en grácil carrera atravesando la Avda. Constitución de punta a punta, subiendo y bajando en duro duelo contra la gravedad universal y sus inevitables consecuencias. Y entonces sentí un cansancio profundo, casi leucémico, y comprendí que no tenía la voluntad necesaria para asumir el radical y estricto cambio que era necesario en mi forma de vida para culminar una empresa semejante. Me senté en el exiguo taburete del probador, que tembló ante el peso de mi aflicción, y no me puse a llorar porque después había quedado a tomar café con mis amigas, y no les iba a dar la satisfacción de que vieran grietas en mi grueso carácter. Respiré profundamente, y en un hastiado ejercicio mental calculé cuántos kilos de adiposa carne me sobraban, y fue inevitable la imagen de robustas terneras colgando de Freddyrianos ganchos, despellejadas y sanguinolentas como pobres recién divorciadas en la boda de la última amiga soltera. De modo que tomé la decisión que por mis profundas creencias había estado evitando (la directa, lacerante y contra natura cirugía), pero añadiendo el componente que mi espíritu necesitaba para aceptar el sacrificio como ofrenda penitente. Y hoy estamos aquí, en este espacio privado y modestamente decorado con anacardos, luisas y madreselvas (al que he llamado El Cielo Intermedio y que está disponible a precios competitivos para todo aquel que requiera sus servicios), dando ceremoniosa sepultura a los más de cincuenta quilos de carne grasosa que me he extirpado, casi la mitad de mí. Espero que mi ejemplo sirva de faro a tantos creyentes que en estos tiempos difíciles tienen que tomar la decisión de renunciar a esa parte que, aun siendo propia, les hace infelices. ¿Deben por esta causa renegar de ella? ¿Deben abocarla en pecado a la oscuridad? Yo les digo que no, que hay otro camino, y que en El Cielo Intermedio pueden encontrar sosiego en sus mutilados espíritus dando merecido descanso a las porciones imperfectas de sus cuerpos. Amén.