Testimonios dados en situaciones inestables

Y cuando me ven les sigo con mi mirada de pez muerto

La cara es el espejo del alma. Todas esas bobadas de psicología barata para manuales simplistas encuadernados costosamente con dorados y letras amaneradas en cursiva. Un rostro sin cicatrices es un rostro sin nada escrito. Todas esas majaderías dichas en momentos de exaltación idiota y de egocéntricos impulsos para la posteridad. Con veinte años todos tienen el rostro que Dios les ha dado; con cuarenta el que les ha dado la vida; y con sesenta el que se merecen.
Toda esa porquería de literatura pedante vestida de profundos conocimientos de la experiencia. Toda esa mierda para los breves momentos de imitación del pensar que nos permitimos en medio de la reinante necedad. La belleza está en los ojos del que mira. La verdadera belleza se encuentra en el alma. Toda esa cháchara para rellenar postales con insulsos dibujos de niñas felizmente lobotomizadas. [Pausa. Se seca con un pañuelo de papel la humedad de lo que parece ser el labio inferior.] No hay casi nada en su sitio. Las maltrechas masas musculares no permiten una disposición simétrica o armónica. Ni siquiera los ojos están en su sitio, con su ausencia de párpados, como de pez muerto. La escasos trozos de piel están resecos y eccemáticos, con rojeces y erupciones de pus, o están húmedos y viscosos, como restos de moluscos o algas marinas. El escaso cartílago de la nariz está retorcido y visible en algunas partes. Las mucosas de boca y paladar están ulcerosas, como lo que queda de los labios. Las cejas están descamadas y violáceas por la necrosis. Una mejilla no existe, y la otra es un hueso apenas recubierto por una tirante lámina de carne estriada. El cuello es un amasijo acuoso y oscuro de tendones y heridas cavernosas. [Pausa. Se pasa la sanguinolenta lengua por la comisura costrosa mientras traga con esfuerzo.] Los grupos de niños de diez o doce años se ríen y se burlan sin cinismo, con gozo. Los adolescentes lo hacen con desprecio, llenos de superficial suficiencia. Los adultos disimulan o cambian el curso de su caminar; y si llevan niños pequeños los abrazan y les apartan sus miradas de incomprensión al borde del llanto. Hay todo un catálogo de reacciones, pero ninguna puede clasificarse de fácil para ellos. Incluso las aparentemente compasivas revelan cierto asco en diminutos tics faciales. [Pausa. En lo que sería la boca aparece una ligera y esforzada sonrisa.] Me coloco en los asientos intermedios del autobús. O en los bancos de las plazas que dan a callejones estrechos. Digamos que los espero y los elijo. Y cuando me ven, dependiendo de sus reacciones y de mi estado de ánimo, les sigo con mi mirada de pez muerto el suficiente tiempo para encontrar la puerta de entrada. Ellos no lo saben, pero mi cara no es lo único excepcional que hay en mí. Ellos creen que me olvidan a los pocos minutos del breve encuentro, convencidos de la integridad de sus vidas. Pero todo el mundo tiene que dormir. Y en ese momento aprovecho para introducirme en sus sueños. Ya se sabe, mientras dormimos pasamos por momentos de locura. [Un brillo en sus ojos de pez parece pedir comprensión, o quizá auxilio.] Simplemente les ayudo a verse por dentro, a contemplar lo que son. [El brillo en sus ojos quiere convertirse en una lágrima.] Y si tampoco les gusta lo que ven, ¿es también culpa mía?

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