Y justo en ese momento el escalador cometió un error y cayó al vacío
Vivo solo, ¿sabe? Soy de una de esas personas que cualquier martes llega a las ocho y media de la tarde a casa, enciende la tele, se da una ducha, se pone el viejo pantalón de chándal y la camiseta con la carátula del disco Wish You Were Here de los Pink Floyd (prendas que ya tienen por lo menos veinticinco años pero que me hacen sentir más cómodo que ninguna otra ropa), se prepara un bocadillo de longaniza y pimientos, se abre una cerveza (una sola, que todavía es martes) y una bolsa de patatas fritas, se de-po-si-ta en el sofá con ceremonioso estiramiento de todos los miembros anatómicos, busca con el mando a distancia el programa más lobotómico que haya en la tele y comienza a masticar con desgana.
Soy una de esas personas, ¿qué pasa?, y lo único que le pido a la todopoderosa Organización de Naciones Unidas es que consiga que todo el mundo me deje en paz hasta la mañana siguiente. Pero he aquí que el martes pasado, cuando acababa de dar mi segundo mordisco al bocadillo mientras miraba a un tipo saltar con una moto por encima de unos quince autobuses (cosa bastante sorprendente sobre todo por su inutilidad: ¿En qué situación de la vida diaria llegaría una persona a encontrarse con la necesidad de hacer una cosa semejante? ¿Y por qué autobuses? Por su bajo coste está claro que no. ¿Por qué no carrozas de Moros y Cristianos o casetas de la Feria del Campo?), sonó el teléfono deteniendo mi mandíbula y produciéndome un sobresalto infinitamente mucho mayor que la contemplación del motorista por los aires. Me quedé quieto, con la esperanza de que hubiera sido una alucinación sonora, pero el segundo timbrazo no dejó lugar a dudas. Me dije que no lo iba a coger, que ya podía sonar todo lo que quisiera. Al quinto se calló, y continué con mi bocadillo mientras en la tele un tipo, andando sobre un cable de acero y provisto de una barra muy larga, empezaba a cruzar de una azotea a otra de dos edificios muy altos que estaban separados entre sí por lo menos por trescientos metros. Indudablemente estaba loco, y estaba consiguiendo ponerme de los nervios. Entonces volvió a sonar con furia el teléfono, y me dio la impresión de que el pobre tipo de la tele casi se cae del sobresalto. Desprecié los timbrazos, y respiré aliviado cuando el funambulista suicida llego al final del cable. Pero a la cuarta vez que se repitió todo el proceso cuando estaba viendo a otro tipo escalar un rascacielos sin ningún tipo de seguridad, y ante la perspectiva de que quizá podía ser un mensaje importante, descolgué con resignación y contesté. Y entonces apareció la voz de una mujer mayor llorando, con esos hipos tan característicos del desconsuelo, para decirme que mi padre había tenido un infarto y que estaban en el hospital. Puse voz de preocupación y le dije que iba inmediatamente. No tuve valor para decirle que se había equivocado de número. Después colgué, y justo en ese momento el escalador cometió un error y cayó al vacío. ¿Se da cuenta de por qué no me gusta que me molesten a esas horas? Cualquier día me llaman y me dicen que vuelvo a tener padres y que están maravillosamente bien.