Y la idea de que no te regalen el gatito te envenena y te consume de ira y de tristeza
Sí, ya que me lo preguntas, te diré que es como cuando tienes ocho años y te empeñas en que tus padres te regalen una mascota, un pequeño gatito de esos monos que aparecen en las fotos publicitarias. Tú quieres el gatito y no puedes pensar en nada más. Desde tus obsesivos y dictatoriales ocho años de niña caprichosa no puedes pensar en otra cosa. Es un pensamiento que entra como un torrente en tu vida y te agarra por el pescuezo y te posee completamente.
Y como a los ocho años la vida empieza y acaba con cada obsesión, te pones pesada repitiendo que quieres el dichoso gatito, que es lo que más quieres en la vida, y que si no lo tienes pronto en tus brazos para acariciarle su precioso pelito y mirarle sus ojos redondos como bolas de cristal y jugar con sus lindas patitas de tigrecito, te pasarás todo el día llorando y te negarás a estudiar y no les harás caso y romperás cosas accidentalmente. Claro, tus padres no te lo regalan a la primera, por si es un berrinche pasajero y a la semana se te ha pasado y te ha dado por otro antojo semejante como ir a una academia de danza clásica o tocar el piano o querer ser modelo. Pero no, resulta que la negativa de tus padres te revienta por dentro, y la idea de no tener el gatito te envenena y te consume y te niegas a comer y te pasas horas de morros y rompes cosas accidentalmente llena de ira y de tristeza. De modo que al cabo de una semana tus padres creen que de verdad es un deseo profundo y meditado de esa forma primaria pero auténtica en que una niña de ocho años puede desear y meditar algo, y al día siguiente aparece tu padre con el gatito en una cestita de esas de mimbre como la de Caperucita, y el corazón te explota de alegría y coges al gatito en tus brazos por primera vez con tanto cuidado que parece que sea de porcelana, y lloras y les dices a tus padre que cuidarás de él y que eres la niña más feliz del mundo. Pero ya sabes lo que pasa poco después. El gatito empieza a crecer y la euforia se va calmando. El volcán inicial se apaga y vas prestándole menos atención. Y después lo castran por lo que ya sabes y engorda y a su manera se vuelve como si no fuera de verdad, como si fuera un cojín del sofá, un simple elemento más de la casa. Y entonces ya no parece tan simpático ni divertido y la relación con el gatito se vuelve monótona y previsible y a ti te da por querer ir a una academia de danza clásica y después quieres tocar el piano y más tarde te mueres por ser modelo. Es una estampa poco gratificante, pero tú creces y descubres otras cosas y en tu mente aparecen imágenes románticas y no tan románticas con chicos del colegio, y mientras tanto el gato es cada vez más viejo y más gordo y se pasa el día durmiendo, hasta que, más o menos cuando sueñas con abandonar tu casa para irte a estudiar una carrera a otra ciudad y tu pensamiento está lleno de horizontes excitantes, resulta que el gatito aquel está gravemente enfermo y hay que sacrificarlo, y toda la familia metéis el gato gordo y viejo en el coche y os vais al veterinario con una tristeza sosegada y doméstica, y allí le ponen una inyección y se queda rígido y después una empresa especializada se deshace del cuerpo y se acabó. [Pausa] Bueno, no sé exactamente qué respuesta esperabas. [Pausa.] Sí, yo hace ya cinco años que enviudé. [Pausa] Qué quieres que te diga, cada una ve las cosas de una manera, ahí está la gracia.