Y le encasqueté la careta de Fernando Esteso que siempre llevo conmigo
Me encanta ver eso en las películas, cuando el héroe involuntario (¿o no?) de turno se ve obligado a arriesgar su vida para salvar a una pobre e indefensa persona que está al borde de ser destruida, generalmente de forma humillante y completamente prosaica.
¡Jo!, me chifla oír las frases mayestáticas y el absoluto desafío a la inminente y redentora muerte, aun sabiendo que el tipo no va a morir porque eso es impensable (aunque algunos directores sí los matan quizá debido a problemas de autoridad con sus padres durante la infancia o a pulsiones suicidas reprimidas). [Se aprieta la mano derecha con la mano izquierda sobre la mesa.] Me encanta ver esas escenas, te lo aseguro, cuando la luz oblicua incide sobre el rostro del tipo creando esas sombras expresionistas en las cuencas de sus ojos y bajo su nariz, con la penumbra envolviéndole como una capa de misterio, y el tiempo parece detenerse ante la trascendencia de la decisión que ha tomado y que paraliza la mísera existencia de los pobres desgraciados (aunque también afortunados) que están allí para asistir a la heroica proeza. En esos momentos reajusto todo mi cuerpo sobre la butaca [imita el gesto en su silla] y siento cómo el pulso [se lleva los dedos anulares de cada mano a su respectiva sien] cabalga por mis sienes, te lo aseguro. [Por unos segundos su palpitante y fingida mirada se congela como si delante tuviera una pantalla. Sorpresivamente endereza el dorso en su silla y mira a la entrevistadora.] De modo que me fui a ver a Bruce Willis, ¿sabe? Cogí un avión y me planté en LA. Como lo oye. Quería traerlo a Villena para que nos salvara. Quería encontrarme con él y explicárselo todo, y estaba seguro de que entendería la gravedad de nuestra situación y se prestaría a ayudarnos. Bajé del avión y me planté en la puerta de su casa, una mansión tan grande que dentro de ella probablemente cabe el término municipal de Villena entero. Me quedé allí esperando a que saliera. No era el único. Había allí otras trescientas o cuatrocientas personas acampadas, esperando ver a Bruce. A los tres días salió en su limusina, y empezó el lío. Vi cómo la multitud zarandeaba el coche y abría sus puertas a la fuerza, y supe que debía hacer algo o se avecinaba una catástrofe. Aproveché la confusión y le encasqueté la careta de Fernando Esteso que siempre llevo conmigo. Lo protegí con mi cuerpo y lo metí en un taxi. Durante el trayecto le conté la situación de Villena con todo detalle y la falta que nos hacía que alguien como él nos salvara. Entonces se quitó la careta de Esteso, torció la boca con su característica sonrisa, y me dijo.Desengáñate, muchacho; lo que Villena necesita no es un héroe, es un vehemente laxante mental. Abrió la puerta aprovechando un semáforo en rojo, y mientras me acercaba la careta de Esteso soltó con picardía: Y gracias por salvarme. Y salió del taxi y se perdió entre la lluvia. [Las manos bajan y se encuentran sobre su estómago.] ¿A que nunca pensó que pudieran juntarse esas tres palabras? [La satisfacción aflora en una comisura de su boca.] Solo Bruce podía hacerlo.