Y me bombardearon con descargas eléctricas y cócteles de drogas biogenéticas
En términos generales, no estoy en contra del avance de la ciencia y del progreso, pero lo que han hecho conmigo resulta desconcertante, y en cierto modo desconsolador. Verá, yo soy un pulpo, un auténtico octópodo anatómicamente hablando, y hasta hace poco más de un año, también lo era en el resto de los sentidos.
Pero entonces me apresaron en el océano, me recluyeron en este estanque de paredes acristaladas, y me sometieron a complejos experimentos, consistentes en estimulación neuronal con descargas eléctricas acompañadas de abundantes cócteles de drogas y sustancias de alta ingeniería biogenética. Y empecé a pensar. Como lo oye. Y con cada descarga eléctrica y con cada cóctel de potingues me volvía más y más inteligente. Me bombardearon con imágenes y conceptos sobre el mundo de los hombres y sobre la casi infinita variedad biológica del planeta tierra. Me sometieron a exámenes y pruebas psicotécnicas. En mi vertiginosa progresión intelectual rebasé todas las expectativas de los científicos, hasta el punto de que uno de ellos me puso de apodo Dios, creo que con ánimo poco respetuoso. De esta forma he llegado a los límites más elevados del conocimiento, allí donde ningún hombre ha llegado jamás, pero paradójicamente también he caído en un profundo pozo de abatimiento. Porque he comprendido el milagro y la tragedia de la existencia, he desentrañado todos los errores del sistema, tanto los naturales como los producidos por el ser humano, y he visto las soluciones con una claridad que casi me provoca el llanto, vapuleado por la indescriptible emoción. Y aquí empieza el problema. He tratado de comunicar toda la inconmensurable y maravillosa verdad a todas y cada una de las personas que han tenido acceso a la sala contigua al estanque, con las lógicas limitaciones de intentarlo a través de este casco que transforma mis pensamientos en lenguaje humano, pero ninguna ha reaccionado a mis irrefutables demostraciones. Si consideramos que todo el asunto tiene el tratamiento de alto secreto, comprenderá que no han sido muchas personas las que me han visitado, pero puedo asegurarle que han sido más de las que se imagina y más conocidas de lo que podría pensar. Por supuesto que ha habido científicos, quizá los únicos medianamente preparados para hacer el esfuerzo por entenderme, pero también líderes políticos y religiosos, militares, filósofos, y algún poeta. Todo ha sido en vano. Nadie me entiende cuando entro en detalles. Y lo peor, en cuanto profundizo en mis explicaciones empiezo a ver en sus expresiones la desconfianza, la impotencia, la envidia, el orgullo herido, los prejuicios raciales, el mezquino menosprecio y, en general, un miedo atávico provocado por el instinto de autopreservación. El asunto ha llegado a un punto, me temo, de no retorno, porque ahora he desarrollado incluso la cualidad de leer telepáticamente los pensamientos de mis interlocutores, y capto en sus mentes oleadas de ideas poco reconfortantes, originadas por el pánico y la cobardía, pero sobre todo por el odio. Sí, veo en sus mentes imágenes de herramientas peligrosas y de métodos poco edificantes para desmembrar mis ocho brazos, pero lo más dolorosamente humillante es ver en sus estrechas cavilaciones esas bárbaras recetas culinarias en las que yo soy el ingrediente principal; por otro lado, tengo que puntualizarlo, todas ellas recetas claramente mejorables. [Pausa] Vaya, ya veo que usted tampoco es diferente; y también veo que como cocinero, perdone que se lo diga, tampoco tendrá usted nunca lo que yo llamaría un vistoso y televisivo porvenir.