Y me prometo que en el año 2011 voy a desengancharme para siempre
No hago más que escuchar dentro de mí esa voluntariosa (aunque a veces también perversa) vocecita interior que todos tenemos dentro (y que en mi caso es exactamente igual a la de la actriz y cantante Najwa Nimri) susurrándome esta vez sí, campeón, esta vez lo vas a conseguir, pero es 31 de diciembre y mi parte adictiva se resiste argumentando que aún me quedan unas horas, que tengo tiempo para una sesión más, y que prometo que el año que viene se acabó, que el 2011 va a ser el año definitivo en el que voy a desengancharme, en el que voy a conseguir dejarlo para siempre.
De modo que a primera hora de la mañana me dirijo a un barrio del extrarradio (vestido con sudadera oscura con capucha y gafas negras; aunque siempre tengo la opresiva sensación de que así consigo lo contrario de lo que pretendo, y de que con esa pinta clásica de alguien que quiere pasar desapercibido estoy siendo como un faro que emite señales a un kilómetro de distancia) donde conozco a tipos que tienen toda clase de mierda. Compro toda cuanta puedo (antes siempre tenía en casa, pero desde que se repite el proceso de recaída, culpa y arrepentimiento, cada vez que uso y me hago daño me deshago de toda y dejo la casa limpia), también varias botella grandes de agua mineral y galletas Príncipe y gominolas (nada de alcohol: la mezcla es demasiado fuerte) y me voy a casa como una sombra pecadora.
Cierro todas las ventanas y bajo todas las persianas, desconecto el fijo y el móvil, preparo todo el material alrededor del sofá con la intención de no moverme de allí hasta las doce de la noche, cuando den las campanadas y se acabe otro año infausto, otro año enganchando y sintiéndome sucio y marginado y lleno de culpa y rabia y desprecio hacia mí mismo.
Pero me digo que es la última vez, y le prometo a Najwa Nimri que es la última vez, y ella me repite con su voz de transformador de baja tensión que sí, campeón, que esta vez lo vas a conseguir. Y después ya no quiero saber nada más, ya no quiero escuchar nada más. Me concentro en lo que voy a hacer, empiezo con el primero, y el mundo tal y como lo conocemos desparece para convertirse en una representación alucinada, un viaje por los rincones más recónditos y sinceros y terribles de la mente. Uno tras otro voy cayendo a un pozo de percepción poliédrica, el cuerpo me tiembla, y el sudor crece en mis sienes y en mi cuello como una cosecha de húmeda inquietud. Pasan las horas y los temblores y escalofríos me van dejando exhausto, y mi voluntad se adelgaza hasta una partícula indecente e infinitesimal.
Y a eso de las once y media de la noche, con el último que soy capaz de digerir, el artículo Cinematógrafo, caleidoscopio y olla exprés: el tiempo cosmológico según Bergson, me siento destruido, y rompo todas los artículos y lanzo contra las paredes las páginas de Le Monde Diplomatique y Revista de Occidente y Science y Annals of Mathematics y Claves de Razón Práctica y toda esa basura intelectual y me siento avergonzado y lloro y me digo que nunca más, que a partir del 2011 solo leeré Diez minutos y Lecturas y Hola y La Revista de Ana Rosa y seré limpio; ¡Oh Belén Esteban, perdona mi mezquina debilidad, porque he querido ser reflexivo y perspicaz y he deseado saber! ¡Oh Belén, perdóname!