Y me quedo dentro del coche todo el día viendo cómo llegan y se van otros coches
Desde hace cinco meses muchas mañanas soy el primero en aparcar mi coche en el inmenso aparcamiento del centro comercial de las afueras y me quedo allí todo el día viendo cómo llegan y se van otros coches, cómo la gente empuja los carros metálicos vacíos hacia el interior y cómo vuelven con los carros llenos y depositan todo lo que han comprado en los maleteros.
Me quedo allí envuelto en el continuo rumor de motores y portones y conversaciones, mirando a la gente cuando está a esa distancia distante e inconcreta en la que son ellos, pero también pueden ser otros, esa distancia en la que las caras se ven difusas y la mente busca entre las reservas de la memoria el patrón determinado de alguien. A veces entro en el edificio y me paseo durante horas por los largos pasillos y escruto a lo lejos las figuras que las perspectivas desvelan y ocultan entre las estanterías, vagando como un cazador solitario en busca de un ejemplar único y mítico que solo existe en su fantasía. Y cuando el cansancio me trepa por las piernas y la columna vertebral como una Hidra de Lerna, me compro un bocadillo y una cerveza y mastico y bebo dentro del coche, como un viejo animal de un zoo que se desmorona lenta pero inevitablemente, sintiendo el discurrir del propio tiempo un poco como si fuera una de esas hojas adhesivas a las que hay que retirar la parte trasera para utilizarlas, pero que una y otra vez lo intentas con las uñas y no consigues despegar la maldita lámina trasera y terminas desquiciado e impotente. Hasta que llega la hora de cierre del centro comercial y abandono el aparcamiento. Muchos de esos días me dirijo después, ya cayendo la noche, al aeropuerto, y allí me instalo en la zona de llegadas, lo suficientemente lejos de la puerta que escupe a los viajeros para tener que forzar la vista cada vez que se abre y aparecen grupos de personas arrastrando sus maletas, pequeños racimos humanos entre los que puede darse el equívoco visual de confundir a alguien con una imagen íntima pegada a mis ojos, alguien que sale solo y con andares cansados, arrastrando su maleta como si fuera una mascota perezosa a la que obligar a seguirle, alguien que no debería estar ahí. [Pausa] Desde hace cinco meses paso todo el tiempo instalado en un no-lugar permanente del corazón, esperando que ocurra algo extraordinario, y que al mirar entre las estanterías de los largos pasillos del centro comercial o a la puerta de llegadas del aeropuerto, aparezca una figura idéntica al cien por cien a la de mi padre, con sus mismos andares, su mismo semblante, vestida de forma igual a la que él solía vestir, buscando con la vista a alguien, y que durante tres segundos esa persona sea mi padre y ese alguien a quien busca sea yo, tres segundos imposibles de retener en el que el tiempo abandone su rutina para regalarme un agridulce y breve simulacro de lo que en otro tiempo era nuestra vida, una vida en la que el sencillo hecho de compartir tres segundos era, ahora lo sé, el más hermoso e increíble regalo. [Pausa] Mi padre murió hace cinco meses, y desde entonces vivo instalado en un no-lugar del corazón, maniatado entre el deseo y la realidad, vagabundeando por los días como un explorador inverosímil, persiguiendo tres segundos que conviertan el futuro en un lugar en el que volver a estar como en casa.