Y que oía dentro de su cuerpo un extraño rumor de órganos conspirando o algo así
Entró en la consulta y se sentó en la silla que hay delante de mi mesa. Era bajito y nervudo, con ojos saltones enmarcados por frondosas cejas de desesperación. Se agitaba como un animalillo acorralado. Me dijo que un malestar indeterminado le recorría de los pies a la cabeza, que no podía dormir, que se distraía con facilidad, y que oía dentro de su cuerpo un continuo y extraño rumor de órganos, como si estuvieran conspirando, como si fueran a amotinarse o algo así. [Se hurga con el bisturí una cutícula que está alrededor de la uña del dedo índice de su mano izquierda.]
Inmediatamente ordené que se le realizara un electrocardiograma, una ecografía, unas radiografías y un análisis de sangre, pero ocurrió que todas las pruebas revelaron que no parecía tener problema alguno. Es decir, el sujeto parecía estar sano, pero seguía diciendo que se sentía, en general, como si algo terrible fuera a ocurrir. Quise despejar toda duda médica, y dispuse que se le realizara otra batería de pruebas como un TAC, una resonancia magnética nuclear, una gastroscopia, una colonoscopia, una biopsia de la médula ósea y de los principales órganos, un electromiograma, una angiografía por catéter, una citoscopia, una estimulación calórica del nervio acústico, un cultivo de heces, un análisis de orina y semen, pruebas de esfuerzo y test psicológicos y de diagnóstico de enfermedades como Alzheimer o Parkinson. [Blande el bisturí frente a su cara como si fuera una diminuta espada.] Ya se imagina usted el resultado, ¿verdad? No hubo ni un solo resultado afirmativo. Aquel hombre parecía seguir estando más sano que nadie que yo hubiera tratado nunca, pero insistía en que algo en su interior no funcionaba bien. De modo que decidí probar con una peculiar versión del efecto placebo para ver si conseguía solucionar su angustia y su persistente malestar físico y mental. Le mentí diciéndole que tenía una rara enfermedad bacteriana que afectaba a procesos biogeoquímicos complejos y necesarios para el equilibrio del cuerpo humano. No puedo asegurarle si encontró alivio o desilusión en mi diagnóstico, ya que su cara no manifestó otra cosa que un vacío desesperanzado e inmutable. [Vuelve a hurgarse con el bisturí la rebelde cutícula.] Le prescribí un tratamiento inocuo pero severo para que la dureza del proceso produjera los resultados esperados, y le cité para después de dos meses. A las cinco semanas tuvimos que ingresarlo urgentemente, porque gritaba que algo dentro de él estaba comiéndoselo vivo. Volvimos a hacerle todo tipo de pruebas, pero no apareció nada anormal, mientras él seguía exclamando entre gritos de desesperación que cada vez sentía con más fuerza como si un todo negativo estuviera apoderándose de su cuerpo. Le enchufamos a todas las máquinas posibles y le atiborramos de calmantes. Todo fue inútil. A los pocos días entró en coma murmurando algo así como que su cuerpo le había traicionado. [Se produce un pequeño corte en el dedo en su lucha contra la cutícula.] Hicimos lo que pudimos para que su cuerpo respondiera a todos los estímulos posibles y se despertara, pero el coma fue volviéndose cada vez más profundo, hasta que quedó claro que ya no había esperanza. [Se chupa la sangre de la pequeña herida con inquietante avaricia.] Le desenchufamos y murió como un pajarillo. [Se relame.] Y mejor así. Imagínese que humillación para el Ministerio de Sanidad si le salvamos y después no sabemos explicarle de qué. Hubiéramos quedado como unos inútiles.