Y repetía sin parar la cantinela un poco enfermiza de que iba a llegar a los 80 años
Te voy a contar lo de mi abuelo. Ya verás, no sé si tiene moraleja o lo que sea, pero te digo que la historia da qué pensar. Mi abuelo tiene ahora ochenta años y unos cuantos meses, pero durante los últimos veinte años le he escuchado todo el tiempo la cantinela un poco enfermiza y pesada de que iba a hacer todo lo posible para llegar a esa edad.
El hombre lo decía con ese orgullo desafiante y un poco patético de los bravucones de bar, levantando el puño para acobardar a un hipotético enemigo que él pensaba que le estaba retando desde las sombras. Y te aseguro que lo decía como si fuera todo un proyecto de vida, como si ese objetivo le diera sentido a todo lo demás. Y así lo parecía, porque el hombre, desde que se prejubiló con sesenta y un años, salía a caminar dos horas todos los días, cuidaba su alimentación con una mezcla de sensatas directrices y remedios un poco obsesivos, como masticar ajo o evitar cortarse las uñas en los días que tienen erre, y, en general, estaba siempre pendiente de su salud al más mínimo síntoma adverso para poner los remedios, lógicos o supersticiosos, que él considerara adecuados. Todo eso no le libró de ir recogiendo achaques típicos como la hipertensión y la artrosis, pero la verdad es que lo hacía como un domador temerario que se hace cargo de nuevas y peligrosas fieras, manteniendo siempre su típico tono jactancioso y vivaracho. Y por supuesto, al final de todo estaban los cumpleaños, donde nos daba a toda la familia el tradicional recital cargado de su armamento vital para navegar recto y seguro en pos de su destino prefijado. Hasta que por fin llegó el día en el cumplía sus dichosos y venerados ochenta años. Y fue una fiesta total. El hombre se la pasó bailando y cantando, y repitiendo ya os lo dije, ¿lo veis? a todo el que se le cruzara por delante. [Pausa.] Sí, fue todo un número, pero a partir del día siguiente la cosa comenzó a cambiar. Parecía más cansado, y su semblante empezó a perder su habitual gesto retador para ir convirtiéndose en una máscara hermética. Abandonó su dicharachera perorata bravucona y se instaló en un silencio inquietante. Se sentaba en el balcón y se pasaba las horas mirando la calle, y no es una calle precisamente animada. Dejó de preocuparse por sus dientes de ajo y sus remedios caseros para mantenerse sano, y pasó a alimentarse mal y con desgana. Ante todos estos síntomas, mis padres decidieron que vivera con ellos porque ya no se fiaban de que estuviera solo. En las semanas siguientes toda la familia se volcó prestándole más atención y tratando de animarlo, pero empezamos a preguntarnos si el abuelo no estaba desarrollando de repente una enfermedad neurodegenerativa o algo así. [Pausa.] Ayer lo visité y le di yo de comer, porque a estas alturas ha renunciado a comer por su propia mano. Mientras le acercaba la cuchara con la sopa, casi de la misma manera que se hace con los niños para que la acepten, le decía frases para darle ánimo, y en una de esas le dije abuelo, tiene que comer para ponerse fuerte, que ahora tiene que llegar a los noventa. Se enderezó como hacía tiempo que no lo hacía, me miró fijamente, soltó con voz suplicante y angustiada ¿y después qué?, aguantó mirándome unos segundos en los que el silencio pareció un accidente semántico, y después volvió a su estado de ensimismamiento. [Pausa.] ¿Qué te había dicho? [Pausa.] Pues imagínate cómo se me quedó a mí el cuerpo.