Y se derrumbó muerto sobre el sillón individual de piel con sistema de masaje lumbar
Mi padre estaba viendo un partido de fútbol en la tele el domingo por la tarde, cuando súbita e impetuosamente se cogió la garganta con un gesto que parecía de mal actor, abrió muchos los ojos sin dejar de mira la tele, y se derrumbó sobre el sillón individual de piel con sistema de masaje lumbar para quedarse quieto, tan quieto como un maniquí de escaparate en paro.
Toda la familia estaba allí porque los domingos comemos todos en casa de mis padres. Me acerqué rápidamente sorteando a mis dos sobrinos que jugaban sobre la alfombra a ladrones y ladrones (en honor a la época en que vivimos) y agarré la cabeza de mi padre al tiempo que decía su nombre, pero nada. Le busqué el pulso, pero no lo encontré. Llegó mi madre desde la cocina, lo vio, se puso a gritar su nombre con una muy equilibrada dosis de pánico y sangre fría, le cogió la mano, y de repente se detuvo, se acercó para observarle el ojo derecho, y dijo que aún estaba dentro. ¿Dentro? dije yo sin entender qué quería decir. El alma, añadió, todavía está dentro, el cuerpo está muerto, pero el alma se ha quedado dentro. ¿Y cómo es eso posible? No lo sé, dijo, pero a veces ocurre, a veces el alma se engancha con alguna parte interna, quizá con un trozo de mala conciencia mal atravesado, y se queda atascada, obstruida, sin posibilidad de abandonar el cuerpo en tiempo y forma tal y como manda la ortodoxia fúnebre. Todos miramos a mi madre con las mandíbulas algo descolgadas. Se le veía en un estado de inquietud creciente, pero no daba la impresión de que fuera por el hecho de que mi padre probablemente estuviera muerto, sino por su extraña teoría de que el alma todavía estaba dentro de él. Bajo estas circunstancias excepcionales, añadió, si es enterrado o incinerado, el alma se pudrirá o se abrasará junto con el cuerpo, produciéndole un indecible dolor eterno y condenando su hálito divino e inmortal a un exilio sin fin por las oscuridades tenebrosas de la incertidumbre original. Todos volvimos a mirar a mi madre con las mandíbulas un poco más descolgadas. ¿Y qué se puede hacer?, pregunté yo con la intención de reconducir la conversación a cuestiones mucho más prácticas. Mi madre volvió a acercarse al rostro de mi padre y realizó un nuevo y exhaustivo examen de sus ojos. Mi padre estaba poniéndose ya de un raro tono entre blanquecino y púrpura. Mi madre se separó de él, hizo el gesto de secarse las manos con el paño de cocina que llevaba colgando del delantal con motivos frutales, y dijo que no se podía hacer nada, que hacía ya muchos años que nuestro padre había elegido el camino del pecado y la perdición. Todos volvimos a mirar a mi madre con las mandíbulas bastante más descolgadas. ¿No se puede hacer nada?, exclamó mi hermano extraña y desproporcionadamente irritado, ¡tú pareces saber mucho de estas cosas! ¡Seguro que sabes qué es lo que hay que hacer, porque siempre has sido una bruja! Mi madre le miró sin mostrar ningún claro sentimiento en su rostro. Se puso los brazos en jarra, y una neblina suave como un difuminado digital pareció envolverla. De acuerdo, dijo, yo soy una bruja, pero vuestro padre ha sido toda su vida un demonio y me ha tocado a mí aguantarlo. Todos la miramos con las mandíbulas completamente descolgadas. Y llamad para que alguien venga a llevárselo, añadió mientras se daba la vuelta y se perdía por la puerta del comedor dejando en el aire tras ella un sutil y chispeante centelleo áureo.