Testimonios dados en situaciones inestables

Y se quedó más quieto de lo que realmente se espera de alguien que se queda quieto

El tipo, el profesor sustituto (bueno, en realidad el nuevo profesor, ya que el Sr. Doblado se había jubilado el año anterior) de Ética de la Comunicación (le estoy hablando de la clase inaugural de la asignatura y de la carrera de Marketing y Publicidad), entró andando muy recto, llegó al estrado, dejó sobre él el libro que llevaba en la mano izquierda, apoyó ambas manos sobre el libro cerrado como si fuera un elemento sagrado de una liturgia y se quedó mirándolo unos segundos, quieto, de una forma que no solamente era quedarse quieto, sino una quietud extrañamente más inmóvil de lo que se espera de alguien que se queda quieto.
Dicho de otra forma: era una quietud llena de intensidad, de tensión interior, como una declaración de intenciones inversa; aunque esa declaración de intenciones no revelara con claridad el mensaje, salvo que el tipo parecía enfundado en un sutil abatimiento. Durante todo ese breve pero enigmático proceso de aparición no miró a ninguno de los alumnos que había en el aula. Después de esos segundos interminables de quietud, levantó la cabeza como quien levanta un pesado y complejo artilugio e inició un lento barrido visual de centro a izquierda y a continuación a derecha, en el cual no pareció mover ningún músculo más allá de los estrictamente necesarios, para terminar bajando la vista otra vez al libro. Yo estaba en la primera fila y lo veía con claridad, y por un instante pensé: “Es listo; está tratando de conseguir cierto efecto teatral.” Pero la verdad es que si se trataba de una representación el tipo era un actor muy bueno, porque ciertamente no parecía que el efecto que buscara conseguir fuera ninguno de los típicos que los conferenciantes utilizan. Era obvio que no intentaba resultar gracioso, pero tampoco poderoso o intimidador. Parecía más como si no quisiera estar allí, pero no por inseguridad o timidez o enfermiza humildad o desinterés, sino porque el hecho de estar allí suponía una desgracia para nosotros que él conocía y lamentaba sinceramente. Tras otros lentos y fatigados segundos, levantó la cabeza, y con un tono que parecía de disculpa, pero firme y rotundo, dijo: “Yo me odio y les odio a ustedes. Me odio por lo que voy a enseñarles y les odio a ustedes porque están aquí para aprenderlo. Y les aconsejo... no, les suplico por su bien que empiecen a odiarse desde hoy mismo para que puedan sobrellevar el peso de eso que burda y paródicamente llamarán sus vidas a partir de ahora. Ustedes creen que lo que van a aprender aquí les servirá como coartada moral para justificar los beneficios profesionales que esperan conseguir y que piensan que darán un significado a sus vidas. Desengáñense. Y olviden completamente la cándida idea de que pueden separar sus vidas privadas de sus vidas profesionales. Empiecen a odiarse ahora mismo porque deben reunir fuerzas para renunciar desde hoy mismo y para siempre a lo que son, o a lo que quizá podrían haber llegado a ser. Porque ustedes van a aprender el lenguaje del diablo y van a trabajar para él. Y al diablo le importa un bledo si ustedes sienten o tienen algún tipo de ética. El diablo solamente querrá que realicen eficazmente su trabajo, que no será otro que el de hacer lo que sea para recolectar almas y arrojarlas al fuego de los balances de cuentas e informes de beneficios.” [Pausa.] Y bajó la cabeza y abrió el libro.

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