Y volvió al pozo de llevar pijama durante todo el día y a reconcomerse
A mi padre lo despidieron hace dos años, cuando acababa de cumplir los 58. Las primeras semanas pasó por un periodo de extrañeza ligeramente pesimista. Nunca había estado en paro, y se sentía culpable e irritable a partes iguales, y también desorientado por encontrarse con tanto tiempo vacío por delante.
Pasado ese primer impacto mi padre trató de sobreponerse, y durante varios y tortuosos meses se levantó muy temprano cada día laborable, se arregló con su mejor traje y salió a buscar trabajo. Pero llegó un lunes que hacía un frío espantoso y no se levantó. Y volvió al pozo de llevar pijama durante todo el día y al rancio vicio de reconcomerse. [Recorre con el dedo índice todo el borde redondo de la copa.] El otro día acababa de terminarme un brandy mientras leía a Chuck Palahniuk, cuando una mosca todavía no adulta cayó dentro de la copa. Tenía un vaso de agua al lado, de modo que vertí sobre la mosca un par de dedos de agua y esta quedó atrapada en un pequeño mar. Comenzó a mover sus patitas con desesperación tratando de salvarse, pero fue inútil. Estuvo peleando casi una hora, mientras yo seguía releyendo El club de la lucha, hasta que dejó de moverse. Entonces recordé que cuando yo era pequeño teníamos en casa una gata que todas las primaveras se quedaba preñada. No estaba esterilizada, era más bien un miembro salvaje de la familia. Y recordé que mi padre, a los pocos días de que ella diera a luz, siempre cogía los gatitos y desaparecía, y ya nunca más volvíamos a verlos. Tardé unos años en comprender que se los llevaba para sacrificarlos, y desde aquel momento se creó en mi mente la imagen de mi padre retorciendo, con sus enormes manos de operario de almacén, uno tras otro aquellos frágiles bultitos palpitantes. Pero lo curioso es que la cara de él que yo construí en aquella imagen era una máscara impasible, distante, profesional, como de caja fuerte eficientemente sellada, pero que quizá contiene algo turbio y oscuro. [Levanta la copa.] Pues aquella cara se la he visto realmente ahora. [Bebe un sorbo de brandy y deja la copa sobre la mesa pero sin soltarla.] Después de más de un año de consumirse en pijama, hace unas semanas empezó a ver reiteradamente la película El silencio de los corderos, esa en la que Anthony Hopkins es un psicópata caníbal. Se sienta en el salón y se pone el DVD para ver una y otra vez la película con aquella cara de mi fantasía. [Sigue agarrando la copa mientras con el dedo índice juguetea con el borde.] También recuerdo que mi padre, cuando yo ya sabía lo que hacía con los gatitos, siguió durante unos años con la parodia de decirme que se los llevaba para regalárselos a niños pobres y tristes que no tenían con qué jugar, y que yo siempre tenía la tentación de seguirle y espiarle para confirmar aquella cara de mi visión y desenmascararlo. [Una mosca se para en el borde de la copa.] Ahora me he propuesto no perderlo de vista, porque no sé si mi padre es una mosca agonizante o en cualquier momento puede volver a desaparecer; y vaya usted a saber qué gatitos buscará ahí afuera para regalarlos a los niños pobres y tristes del mundo.