Yo era un zombi dándome coscorrones contra un futuro tapiado
A punto de entrar en la cincuentena, yo era una persona aburrida, sin mundo interior ni alicientes, dando monótonas vueltas a una rueda de ratón como si una larga vida semejante a una lenta lobotomía me hubiera extraído la savia que quizá algún día hubo en mí, un zombi catatónico dándome coscorrones contra un futuro intachablemente tapiado.
Para colmo, toda mi hueca existencia carente de sentido se daba en un contexto social cuadriculado, un refinado plano diseñado con normas y reglas contrastadas durante siglos de áspero y rígido perfeccionamiento. Tenía una plaza de registrador de la propiedad, tenía una familia que era un ejemplo aséptico y didáctico de manual y no un verdadero nido de amor, y tenía un método ideal provisto de todas las respuestas tipo que el porvenir que se me había designado requería. Yo era una persona ejemplar, un hombre irreprochable a tiempo completo. Y entonces, una mañana de domingo, voluntaria y conscientemente y para sorpresa de toda la gente que me conocía, me corté la pierna derecha y el brazo izquierdo con una sierra de carpintero. [Con la mano derecha se pone en los ojos los voluminosos prismáticos y calla unos segundos mientras observa el vuelo de un buitre a lo lejos.] Mi mujer casi enloqueció, lo que no le vino mal, ya que le proporcionó a su personalidad unos matices muy interesantes. Mis suegros se dedicaron a proclamar en toda la prensa de la provincia que ellos nunca habían aprobado mi relación con su hija. Mis dos hijos varones, en la antesala de la juventud, se dedicaron a odiarme por haberles jodido la vida, ya que sus ex amigos les evitaban como si portaran enfermedades contagiosas. Mi hija menor preadolescente desarrolló un miedo o asco patológico a mis muñones. Mis padres abandonaron el país arrastrados por la vergüenza y se establecieron en Islandia. Y toda la maquinaria del estado, con su cinismo habitual, se puso en marcha y me apartó de mi puesto de registrador. [Observa cómo el buitre aterriza junto a una pieza de carne cruda.] ¿Se da cuenta de la paradoja? Todo el mundo se puso en mi contra justo cuando yo hice libremente algo que, además de no producir daño a otras personas (daño de modo directo y real), solamente tenía el objetivo de hacerme feliz a mí, en un sentido amplio y trascendental, quizá de forma estéticamente salvaje, pero también respetuosamente privada. Ellos deberían haberme apoyado y compartido mi dicha. Deberían haberme comprendido por amor. Deberían haber respetado que yo necesitara dejar de ser perfecto y armonioso. Porque yo quería sentirme vivo experimentando mi propio dolor catártico y quizá extremo, pero honestamente. Porque yo quería, con toda la sinceridad de mi corazón, ser asimétrico e imperfectamente humano. [El buitre empieza a desgarrar la pieza de carne cruda.] Piénselo detenidamente: ¿Qué sociedad es esta, que se escandaliza porque quieras renunciar voluntaria y conscientemente a un brazo o una pierna, cuando por otro lado permite que millones de niños completos mueran de hambre en el más absoluto abandono moral? [El buitre arranca de la pieza de carne algo parecido a un dedo.] Y además, aparte de la experiencia espiritual y considerándolo de manera práctica, si todos accediéramos solidariamente a la amputación voluntaria, ¿cuántos niños podrían salvarse con esos brazos y piernas?