Yo era una de esas personas que están obsesionadas en ser felices
Yo antes era una de esas personas que quieren ser felices por encima de todo. En serio, estaba obsesionada. Me pasaba la vida evaluando mi grado de felicidad de acuerdo a complejas variables como tensión arterial, sarpullidos y herpes, pensamientos oscuros, tránsito intestinal, manchas en la uñas, regularidad y sufrimiento de la menstruación o, la más desquiciante, opiniones sobre mí ocultas en los correos electrónicos de mis amistades y compañeros de trabajo. Y estaba empeñada en conseguir mi objetivo.
Pasé una época completamente entregada a la lectura de toda clase de libros que pudieran llevarme hasta mi meta. Devoraba desde clásicos como Ralph Waldo Emerson y Walt Whitman hasta los más vulgares tratados de autoayuda o pseudofilosofía New Age, y puedo asegurar que lo más cercanos a la felicidad que conseguí fue la perspectiva de una conexión algo más que espiritual con una especie de chamán que estaba para deshacerte los chantras, aunque luego resultó ser de esos que usan el celibato como camino de santidad; un fraude, además de un infeliz. Más tarde me dediqué al cultivo del cuerpo en todas sus facetas. Tenía horarios interminables con yoga, danza del vientre, taekwondo, pilates, tai chi, body pump, aquagym, spinning, piscina de ozono, baños de barro, acupuntura, dislocaciones controladas. Quería conseguir un cuerpo perfecto que me llevara a un estado de narcisista felicidad, pero al cabo de tres meses estaba tan agotada que a punto estuve de meterme en una bolsa de basura, tirarme al contenedor y acabar de una vez por todas con aquella agonía. Pero en cuanto me recuperé, me lancé a un nuevo plan, esta vez combinando las dos cosas que parecen mover a la mayoría de los mortales: sexo y dinero. Decidí hacerme rica y practicar sexo de alta calidad. Esperaba que esta fusión irresistible me llenara de la inmensa felicidad que anhelaba. Y puedo asegurarte que lo hice lo mejor que pude. En pocos años mi fortuna era monstruosa, y la lista de efebos que me patrocinaba interminable, pero en vez de encontrar la equilibrada felicidad, me pasaba los días y las noches estresada, pendiente del cierre del índice Dow Jones y de la situación siempre fluctuante del yen. De modo que abandoné aquella vida de paranoia material y centré todos mis esfuerzos en la creatividad. Después de todo, parece que las artes son la más elevada vocación humana. Decidí enfrentarme a los insondables misterios del ser humano, y entré en una espiral creadora. Escribía poesía, pintaba y esculpía, realizaba performances telúricas y conceptualmente ancestrales, grababa todo tipo de discursos de personajes públicos y luego los recombinaba hasta componer sinfonías de una profundidad fantasmagórica, pero al cabo de unos meses mi sistema nervioso dijo basta, colapsado por la persistente sensación de que siempre había algo trascendental que se me escapaba, de que la SEÑAL primigenia me era velada. Así llegué al punto cero de involución, y me desplomé en el sofá resignada a ser vulgarmente infeliz como todo el mundo. Y por primera vez me encontré tranquila, desapasionada, y recordé una frase que había leído en mi fase de búsqueda lectora: Existen dos maneras de ser feliz en esta vida, una es hacerse el idiota y la otra serlo. Y comprendí con gozo que me había esforzado demasiado en conseguir la primera de esas maneras, cuando en realidad siempre había poseído la segunda.