Yo me quedé allí, solo, sosteniendo mi bebida y sentado en mi silla de ruedas
Lo descubrí por casualidad. Fue después de que tuviera un accidente de coche y me rompiera las piernas por varios sitios. Afortunadamente eran fracturas que solamente necesitaban tiempo y rehabilitación, pero lo cierto es que no pude andar durante varios meses, de modo que después de las operaciones me encontré postrado en una silla de ruedas.
A pesar de sentirme afortunado por no haberme matado o por no haberme quedado parapléjico, durante el trabajoso y duro proceso de cuidados y rehabilitación tengo que reconocer que mi ánimo decayó bastante. Uno de mis mejores amigos, dándose cuenta de mi estado e intentando animarme, me pidió que le acompañara a una fiesta a la que le habían invitado. No me apetecía mucho, la verdad, pero tanto insistió que terminé diciéndole que sí. La noche señalada llegamos a la casa, que estaba en una urbanización lujosa, yo en mi silla de ruedas y mi amigo empujándola como un servil enfermero. Me presentó al anfitrión y conversamos un minuto. Después me sirvió una bebida, me aparcó cerca de unos sillones y se largó con el anfitrión a que le presentara a alguien de una empresa de software o algo así. Yo me quedé allí, solo y un poco desubicado, sosteniendo mi bebida de forma un poco incómoda y sentado en mi silla de ruedas. La mayoría de los asistentes a la fiesta era gente joven con ese halo lechoso de los que viven rodeados de la balsámica influencia del dinero. Pronto se me acercaron dos guapas chicas, cosa que no es algo que me ocurra muy a menudo, pues la verdad es que soy un tipo del montón. Las dos chicas se sentaron en el sillón que estaba a mi lado y establecimos una conversación desenfadada. En ocasiones ellas soltaban risitas muy graciosas cuando acababan las frases, como de niñas pequeñas, lo que me hacía sentir un poco raro. Y entonces ocurrió algo imprevisto. Se miraron con cierta complicidad y una de ellas me dijo que si podían hacerme una pregunta un poco especial. Les dije que sí, ya que no podía ni imaginar de qué se trataba. Se acercaron un poco a mí y la otra dijo en voz baja que si yo, a pesar de mi estado, podía tener erecciones. Me quedé congelado. Era evidente que creían que estaba paralítico de cintura para abajo. Añadió que me habían visto y que había surgido la cuestión. No sé muy bien por qué les seguí la corriente, pero confieso que quizá incluso forcé un cierto semblante de víctima. El caso es que hice un pequeño y algo retraído gesto de afirmación, a lo que ellas respondieron con sus risitas mientras se ponían en pie. Después empezaron a empujar mi silla, me metieron en una habitación, que era un despacho muy elegante en el que no había nadie, cerraron la puerta con un pestillo dorado y se arrodillaron frente a mí con cara de vamos a alegrarle el día a este pobre chico. [Levanta los hombros con gesto de conformismo.] Qué quiere que le diga. Desde entonces, aunque ya puedo caminar con normalidad, no salgo de casa sin mi silla de ruedas. [Eleva las cejas y pone una sonrisa sin dientes de oreja a oreja, como de disculpa.] Ni se puede imaginar la cantidad de chicas que hay ahí afuera deseando poder ayudar a un pobre chico desvalido como yo.