Yo tengo un reloj especial que va sumando todas las muertes del mundo
Cada cuatro segundos y medio aproximadamente muere en el mundo un niño menor de cinco años. El dato se puede olvidar fácilmente en medio de otros miles de datos, ya que la tiranía de las estadísticas es un mar convulso e inagotable, y también por la triste realidad de que la cifra de personas que mueren a diario en el mundo es mucho mayor.
Mueren en guerras declaradas para recuperar un árido trozo de tierra que supuestamente encierra algún significado trascendente; de enfermedades sobradamente conocidas que sin embargo no terminamos de conocer y de enfermedades tan raras que no existen hasta que alguien muere de ellas; por accidentes que una vez sucedidos parecen estúpidos y paradójicamente crueles; mueren por hacer caso a las cosas en las que creen y por odiar a otras personas por hacer caso a las cosas en las que creen; mueren por estar tan tristes que incluso morirse es una fiesta, y por cogerse de la mano de la locura, y por ahogarse en olas de cansancio tan grandes que ocupan el horizonte entero. Hay infinitas formas de morir, y para cada una de ellas hay una categoría estadística con la que contabilizarla. Sumando todas las muertes de todas las edades, cada medio segundo muere alguien en el mundo. Es como si el mundo fuera una cañería que tiene una fuga por la que se pierden y desperdician las vidas. Yo oigo el goteo incesante de esa fuga desde hace un año, cuando murió mi hijo la misma noche que cumplía cinco años. Fui a despertarlo por la mañana y lo encontré inmóvil en su cama, boca arriba, con la piel de un color grisáceo ceroso y con los ojos cerrados. Me arrodillé y le cogí la mano, y me sentí como un dato fuera de rango, como un error que nadie percibe dentro de un cómputo infinito. A su lado, el peluche de Winnie the Pooh seguía sonriendo de una forma un poco boba y maleducada, permitiéndose no saber lo que había pasado. Fuera hacía un viento muy fuerte que recorría la ciudad flagelándola con lluvia roja como un capataz borracho y fanfarrón. Ese viento emitía un siseo pesaroso, como si estuviera recitando una oración en un idioma raro y desconocido, y golpeaba arrítmicamente la ventana de la habitación de mi hijo, que ya no era un niño sino un número hueco sumado a otros números huecos en una cifra incomprensible. [Pausa.] Después de la autopsia no encontraron una causa concreta y lo colocaron en la estadística de casos de muerte súbita de origen inexplicado, y como los médicos no certificaron la hora exacta de su fallecimiento, yo no supe bien en qué parte de la estadística debía colocarlo, si entre los menores o mayores de cinco años, de modo que compré un reloj especial y lo ajusté para que contabilizara todas las muertes a partir de la suya, para que midiera este nuevo tiempo que iba a ser mi vida. [Pausa.] Ahora nunca dejo de oír el cliqueo que hace aumentar y aumentar la cifra, ni aquella salmodia del viento relatándome mi propia y oscura mitología. [Pausa.] Solamente en japonés antiguo hay más de dos mil palabras para definir la inmensa variedad de los vientos. El que golpeaba aquella noche la ventana de mi hijo ya llevará su nombre para siempre.