Yo veía tantas series policíacas que los personajes eran ya mis verdaderos parientes
Yo estoy en la tienda, mirando las estanterías de chocolatinas y cosas parecidas. La tienda es una de esas de barrio que tienen de todo, tipo supermercado pero en versión reducida. Yo estoy allí por casualidad, ¿sabe? Me apetece una chocolatina o algo así y entro.
Estoy de paso. Llevo poco más de dos años yendo de un sitio para otro. Vivía con mi madre, pero le dio una embolia y murió. Me quedé solo. Mi padre ya había muerto mucho antes, cuando yo era un niño, de un infarto. Cosas de familia pobre. Hasta que murió mi madre yo me pasaba la mayor parte del tiempo como un fantasma pegado a la televisión viendo series. De ellas he aprendido la verdad de la vida. Veía tantas series policiacas que los personajes eran ya mis verdaderos parientes. Walker era mi padre. Dexter era mi hermano. Bones era mi hermana. Usted ya entiende lo que quiero decir. Vendí la vieja casa de mis padres y me largué, como si fuera el capítulo piloto de una serie americana. De modo que yo estoy en la tienda, mirando las chocolatinas, y entra un jovenzuelo vestido con un chándal de color azul turquesa, una burda imitación de Adidas. Está claro que no es ni mayor de edad. La parte de arriba del chándal es de esas que llevan capucha, y el joven con andares nerviosos la lleva puesta, tapándole en parte la cara. Mira los refrescos sin decidirse por ninguno, pero al mismo tiempo no hace otra cosa que observar de reojo la caja, donde una chica joven espera un poco aburrida. Empiezo a desear que el tipo dé un paso en falso. Siento en mi axila el bulto de mi arma, oculta bajo mi cazadora. Llevo mucho cuidado de que nadie la vea. La llevo por si la decadencia social se materializa delante de mí en forma de demonio, como el pimpollo que ahora lleva una mano dentro del bolsillo de la chaqueta del chándal. Estoy seguro de que esa mano agarra algo que puede ser peligroso. Lo vigilo disimulando mientras leo la etiqueta de unas chocolatinas. Estoy esperando que la cague y vaya a la caja y cometa el error de poner en apuros a la chica, para que yo pueda ponerme en acción. Y el desalmado acelera el paso hacia la caja con una determinación inconfundible. Es en ese momento cuando yo aparezco desde detrás de la estantería de las chocolatinas y me interpongo en su camino. Se detiene sin sacar la mano de la chaqueta, sorprendido por mi actitud. Le digo que se largue inmediatamente si no quiere que me ponga nervioso. El pimpollo abre mucho los ojos y me contesta que no me meta en sus asuntos. Me separo la cazadora y le enseño mi arma. El pobre sabe que está perdido. Se arrodilla, me suplica, me implora que no la use contra él, pero yo estoy decidido. Saco de debajo de mi axila la colección completa de medidas del gobierno durante esta legislatura para ayudar a los jóvenes y empiezo a leer. Él se retuerce en el suelo. Grita en su defensa que solo quería comprar condones y muestra la caja que lleva en su mano. Son de esos con sabor a melón. Le llamo pecador, me inclino sobre él con toda mi furia, y con nervio justiciero le leo las constructivas sugerencias de la Conferencia Episcopal a la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa.