Literatura

“Buen año de castañas” (concurso de relatos breves San Valentín 2014)

Buen año de castañas, piensan. Los otoños en aquellos montes son hermosos. El pueblo está enclavado en un paraje tan extraordinario que cada fin de semana se ve inundado de visitantes. Paulino se ha reciclado de pastor a guía turístico, incluso sigue llevando de acompañante a su perrilla gris con trazas de galgo.
Viste un chaleco de pana color paja sobre el que luce una chapa con forma de estrella —como la de un sheriff— que indica que él es el guía oficial del pueblo. Paulino se acerca hasta el portal de la iglesia donde aguarda el último rebaño de ese fin de semana y cuenta ocho personas. Está también como de costumbre Rosalía, con su mandil estampado y la cesta con sus confituras colgada del brazo. Paulino resopla con gesto cansado, le duelen los huesos de tanto caminar. De buena gana se quedaría en casa guisando los níscalos que trae en el zurrón.

—Las preparé ayer mismo —explica Rosalía a los turistas—, con castañas recién apañadas.

Paulino y Rosalía son dos solterones que apenas conocen otro paisaje que aquellos montes.

Una niña se adelanta sujetando en sus manitas un tarro de mermelada, y se lo ofrece a Paulino en el instante en que éste se arremete la camisa blanca en los pantalones de pana negra.

—Los guías deben sentirse mimados para que saquen todo lo que llevan dentro —aclara la madre.

Paulino llevaba años deseando probar los dulces de Rosalía. Mira a la hija, a la madre y al resto del grupo, todos sonrientes, y acepta el regalo. Rosalía observa la escena con el corazón sobresaltado. Sus ojos verdosos registran cada uno de los detalles: «Lo abre, lo huele, mete el dedo, ¡se lo chupa!, cierra los ojos, ¡me mira!».

—Muy buena —dice Paulino todavía con los ojos cerrados y mientras se limpia el dedo a la pernera.

Rosalía se mueve como una perdiz mareada; desea que se vayan pronto o notarán lo que siente por él. Debe ser maravilloso ser importante, piensa mientras ve partir al grupo con Paulino al frente. Volverá, no obstante, a la iglesia una vez más, como todas las tardes de los domingos, para intentar vender los últimos tarros, aunque sabe bien que no es más que una excusa para compartir con Paulino la caída del sol. Quizá esta vez se atreva a pedírselo.

Dos horas más tarde, como siempre, el grupo regresa. Paulino también ha estado pensando, y viene decidido a pedírselo. Los turistas se van marchando hasta que, finalmente, frente a la iglesia sólo quedan Rosalía y Paulino. Hasta la perrilla se ha ido ya a casa por su cuenta. Están de espaldas, revolviendo en la cesta y el zurrón respectivamente, aunque el verdadero revuelo sucede en los corazones.

—Que descanses —dice él.
—Igualmente.

Pero nadie se mueve.

—¿Paulino?

Él se da media vuelta.

—Mejor que la mermelada… ya verás.

Paulino contempla a Rosalía ofreciéndole un tarro de castañas confitadas. Lo toma, lo abre, introduce dos dedos y le ofrece una castaña chorreante.

—Pruébala tú —repone ella sin mirarlo— que a mí ya me cansan.

Rosalía no pierde detalle.

—Sí —dice él al fin—, mejor incluso que la mermelada.

Se produce otro silencio.

—Verás, Rosalía… me gustaría pedirte una cosa...
—Yo también quiero pedirte algo.

Conversan casi a oscuras, gesticulan emocionados, se despiden tras rozarse las manos y se alejan aprisa. Esa semana son vistos caminando juntos por los montes, y a él entrando en casa de ella. El fin de semana siguiente, Rosalía luce la estrella y Paulino porta la cesta.

Eso se pidieron; ese cambio de papeles y no más, aunque las gentes murmuren otra cosa. Buen año de castañas, piensan. Los otoños en aquellos montes son hermosos.

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