Literatura

“Cinco sentidos” (concurso de relatos breves San Valentín 2014)

Era casi la hora. No es que ella llegara tarde, es que él se había adelantado. La ilusión, la esperanza, el deseo de verla, se había tornado insufrible. Estaba vestido y acicalado con esmero, aunque para ello se había probado mil camisas distintas. Enervado por las prisas, a todas luces injustificadas, se había apresurado a acudir al restaurante del hotel en donde habían quedado a las diez. Faltaban casi quince minutos y él ya llevaba otros tantos allí, esperando con el mudo acompañamiento de un vino.
Y apareció. Como un ángel entró en el restaurante envuelta en un precioso vestido de satén. Al reconocerle, sonrió, y a él le pareció que un peso enorme se le apoyaba en el pecho y le dificultaba la respiración. Las mariposas de la barriga volvieron a visitarle, como durante tanto tiempo atrás frente a la pantalla. Pero ahora era real, estaba ahí, frente a él. El miedo a no gustarle, aunque se conocían de sobra por la webcam, pasó un momento frente a él; pero se desvaneció en cuanto ella sonrió con su preciosa y perfecta boca. El restaurante de ese hotel costero de Alicante iba a ser el punto de encuentro entre la sevillana y el oscense. Hacer coincidir las vacaciones de los dos en el mismo punto había sido una gran idea.

Un momento de duda le asaltó ¿Darle la mano? ¿Un beso en la mejilla? Ella decidió por los dos abrazándose a él al tiempo que decía su nombre. El olor de su pelo lo trastornó por un instante. Su cuerpo, menudo y esbelto cabía entre sus brazos y se acoplaba a la perfección mientras sentía los brazos de ella en torno a él. El camarero, prudente, a cierta distancia de la escena, les preparó la mesa en un rincón con vistas al Mediterráneo y el ventanal ligeramente entreabierto para que la suave y fresca brisa marina llenase la estancia con aromas salados y murmullos de espumas rompiendo sobre la roca.

El cava, helado, fue una bendición. Era el acompañante ideal para toda la cena y para los amantes al fin encontrados. La conversación salía fluida, nerviosa, alegre. La risa de ella tenía ese cascabel que a él le había enamorado; pero sin auriculares era, aunque pareciese imposible, mejor aún. No se cansaba de mirarla. Era perfecta y estaba ahí, por él. En un momento dado, al ir a coger un panecillo del cesto, sus manos se encontraron. La quemazón fue inmediata. Una corriente de calor lo embargó. Volvió su mano para asir la de su compañera que, risueña, lo dejaba hacer. Acarició sus finos y largos dedos. Notó la calidez y la tersura de su piel sedosa. Ya no se soltaron la mano. El crujiente volován de salmón desconocería lo que era un cuchillo pasando a ser una suerte de bocadillo. Cuántos brindis ¿Dos? ¿Cien? Los enamorados aprovechaban cada bocado y cada trago para celebrar las mil anécdotas que por la red se habían producido a lo largo de esos casi diez meses que se conocían.

El postre llegó mientras un temor le acometía. Al fin se conocían. La barrera dictatorial de los dos sentidos del ordenador, oído y vista, se había transformado en esa mágica noche. Había pasado de tener su imagen y su voz, a disfrutar de su aroma y el tacto de su piel. Sólo faltaba un sentido por explorar. En un arrebato, mientras ella le miraba con esos inmensos ojos de miel y almendras, se levantó y acercándose, sin mediar palabra, la besó, tierna, dulcemente. Su boca sabía a manzanas, a crema con el fondo fresco del cava…. a gloria. El sentido del gusto, el que más anhelaba, ya era suyo también.

Cesó el beso mordiéndole ligeramente el labio inferior al separarse, como queriendo asirse a ella que, con los ojos cerrados y el cuello erguido, parecía haberse transportado. Nunca le pareció más bella.

Ella se disculpó, arrebolada, dirigiéndose al tocador de la entrada del hotel.

Tardaba ¿Se había sobrepasado? ¿Estaría enfadada? Parecía que le había gustado; pero… ¿No sería una percepción de él? Casi maldiciéndose por su impulso, pidió desolado la cuenta al camarero.

–La señora ha dicho que la cargue a su suite y me ha pedido que le recuerde subirse una botella de cava –dijo mientras dejaba en la mesa el vino espumoso junto a la tarjeta electrónica de entrada de una habitación.

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