Literatura

“El instante” (concurso de relatos breves San Valentín 2014)

Suspiros que empañan los cristales. Insinuaciones escondidas tras los recovecos. Besos robados. Bruscas caricias. Risas fingidas. Promesas jamás cumplidas. El crepitar de las sábanas; picardías deslizándose por entre los muslos prietos. La lujuria es quien reina en el lugar. Aquí, en el prostíbulo de madame LeBlanc, las horas se consumen entre azotes y gemidos. Todos son bienvenidos, hogar de desamparados e incomprendidos. Todo tiene cabida en el templo del sexo; excepto el amor.
Observo al hombre sentado al otro extremo de la sala. Mi mirada, provocativa, busca la suya. Mis carnosos labios, tintados de rojo carmín, gesticulan en silencio, esperando a los suyos. Sus ojos por fin me encuentran; su boca me anhela. Recorro la distancia que nos separa con parsimonia, dejando que la tensión haga su trabajo, aumentando el deseo.

–Soy Amélie.

Ese instante es el punto de inflexión donde todo empieza y todo acaba. El resto ya es rutina. Cómo adoro esa rutina. La señorita LeBlanc nos guía a nuestra habitación. Me abandono al placer.

Placer. Horas después paladeo el término sentada en el sofá. Es curioso que mis compañeras se asqueen tan sólo ante la simple mención de la palabra. No obstante, he de decir que su punto de vista dista mucho del mío. A las chicas las encadenan las facturas. Yo estoy aquí porque necesito sexo.

–No es necesario que te arregles tanto.

Miré al reflejo de Júlie en el espejo, clavando mis ojos inquisitivos en ella y frunciendo los labios. Ella sonrió.

–Esta noche es San Valentín.

No hizo falta mucho más. San Valentín. Ese día en que los hombres corren al lado de sus esposas y novias para compensar sus infidelidades del resto del año.

La chica del espejo me miraba con una expresión de desdén, sosteniendo en la mano un cigarrillo a medio terminar. Examiné con detenimiento mi rostro excesivamente maquillado. Los ojos negros a juego con el cabello.

El chasquido de la puerta resonó en el prostíbulo como una bomba, como si una brisa helada hubiese inundado la estancia. La señorita LeBlanc fue a recibir al cliente al tiempo que nos comunicaba mediante gruñidos y gestos que nos preparásemos para él. Entre mis compañeras comenzó a expandirse un murmullo que, paulatinamente, fue convirtiéndose en excitación. Extrañada, me acerqué hasta ellas y me puse de puntillas para poder contemplar al recién llegado.

Cuando por fin alcancé a vislumbrar su silueta, mi cara compuso una mueca. Me di la vuelta lentamente y me alejé hacia nuestra ala privada sin hacer ruido.

Los tacones altos de madame Leblanc resonaron en el pasillo. Yo estaba intentando encender un nuevo cigarrillo con nerviosismo, pero el mechero no parecía querer ayudarme. Lancé el encendedor contra la pared y coloqué el placer envenenado entre mis labios, su solo contacto conseguía calmarme. La puerta se abrió con fuerza.

–Te quiere a ti.
–No lo haré.
–Lo harás. ¿Me has entendido bien? No eres mejor que todas las demás.
–Todas ellas matarían por hacerlo. Es dinero fácil, un tullido. Sólo querrá unos besos; el sexo estará completamente descartado.
–Le han hablado de ti. Podrás satisfacer tu ninfomanía más tarde. Ahora ve.

***

–Hola, Amélie.
–¿Por qué me has elegido? ¿Quién te ha hablado de mí?
–Te vi una vez, en un sueño.
–Terminemos de una vez. ¿Qué es lo que quieres? –le corté bruscamente, intentando evitar una expresión de burla.
–Quiero que sigas hablando para poder contemplar tus labios moverse, quiero que muevas tus manos, ya que yo casi no puedo mover las mías; quiero que me acaricies el cuello y la cara, ya que son las únicas partes de mi cuerpo que puedo sentir.

Me senté en la cama, junto a su silla motorizada. Alcé la mano con cuidado, como con miedo. Mis dedos alcanzaron su rostro segundos más tarde. Para mi sorpresa, una nueva sensación desconocida inundó mi alma; algo mucho mejor que un orgasmo. Retiré la mano, asustada. No obstante, su tierna expresión me invitó a continuar. Acaricié sus pómulos marcados, sus pestañas, su cabello rubio, sus labios del color de las cerezas. El sentimiento iba creciendo progresivamente hasta ocupar toda mi mente por completo. En aquel momento supe que por esa sensación podría abandonar todo lo demás, incluso el sexo. La certeza me golpeó de lleno, causando un terrible impacto en mí; en la muralla que rodeaba a mi corazón. Me levanté de la cama para arrodillarme frente a él. Sentí ganas de besar sus labios. Me contuve. Alcé mi mirada para encontrarme con la suya, llena de ternura. Ése fue el nuevo punto de inflexión, el momento donde todo empezó y acabó. El instante en que esos ojos verdes consiguieron volverme loca.

–¿Quién eres?
–El amor de tu vida.

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