Literatura

“El método del absurdo” (concurso de relatos breves San Valentín 2014)

–¿Cómo que le pegaste a tu mujer? En estos tiempos que corren, eso es muy arriesgado. Permíteme que te diga que has cometido una reverenda tontería –comentó el ladronzuelo con el cual compartía celda en la comisaría del barrio.
–Mira, mi mujer es de las que buscan guerra y luego se quejan. Si ya sabe como soy, me conoce muy bien. Me encabrono, dejo de pensar y no me puedo contener; y si me he tomado una cerveza, peor es. La culpa es suya, por no contener esa lengua tan larga que tiene. Además siempre pasa lo mismo: me denuncia, me enchironan y después viene a buscarme solita. En cuanto se acallan los murmullos de las vecinas, llega corriendo a retirar la denuncia –declaró ufano y sin más, se recostó en la sucia litera con la intención de descabezar un sueñecito, hasta que llegue la patrona, se dijo para sí.

Se despertó solo, sobrio y con frío. No tenía idea de la hora que era, pues le habían quitado el reloj en cuanto llegó. Sintió sed, pero el orgullo le impidió pedir nada. Prefirió quedarse rumiando que ya se las vería con la zorra de su mujer; mira que dejarlo tirado en ese infecto sitio tanto tiempo.

Horas después llegó un policía anunciándole que en un rato llegaría su abogado. Le trajo una bandeja con algo frío e incomible que tuvo la osadía de llamar cena y un botellín de agua tibio. –¿Cómo que abogado? ¿Cena? ¿Cuánto hace que estoy aquí? ¿Un juicio? ¿Por qué? –El guardia se limitó a contestarle: Acepte mi consejo: coma algo y guárdese las preguntas para su abogado.

El doctor González, abogado de oficio, se presentó diciéndole que su caso era muy complicado. Había numerosos testigos de sus maltratos y además era reincidente. ¿Testigos? Es que esas viejas cacatúas iban a declarar en su contra. Claro, como los maridos de todas les daban lo suyo, se desquitaban acusándolo a él. Malditas brujas.

En la audiencia, su mujer llevaba el brazo en cabestrillo. Seguro que eran exageraciones; él oyó un ruido cuando se lo torció, pero no podía ser para tanto. Lo del ojo morado era habitual, así que no le llamó la atención. Cuando pasó a su lado, quiso decirle algo, pero ella lo miró con tanto dolor y rencor que no atinó más que a bajar cabeza avergonzado.

Al parecer, ella lo preparó todo minuciosamente y con tiempo. Ya había alquilado un piso en la otra punta de la ciudad. Los niños tenían escuela nueva. La mudanza estaba hecha. Mientras estaba preso, se había llevado hasta al perro y los periquitos que él heredó de su pobre madre, junto con la casa. Según contó, estaba tan cansada de sus golpes y sus insultos, que decidió abandonarlo. La paliza solo precipitó los acontecimientos.

Antes de la sentencia, su mujer pidió la palabra. Con la venia del juez, se volvió para mirarlo de frente y con una tranquilidad pasmosa, le dijo: “Me casé contigo hace doce años, enamorada como una adolescente. Tristemente aún te amo, pero te juro por nuestros hijos que lo superaré. Quiero que sepas que todo esto no fue en vano; a tu lado aprendí por el método del absurdo y ahora sé exactamente lo que no volverá a pasarme: nunca más permitiré que alguien me ningunee ni me falte el respeto, siquiera de pensamiento. Reconozco que has sido un verdadero maestro. ¡Ah! Me olvidaba de desearte que tengas un Feliz San Valentín”.

Al salir, libre con cargos, le quemaba en el bolsillo la orden de alejamiento. De lejos vio a su mujer caminando a buen paso; la notó segura de sí misma, radiante, bellísima, a pesar de las marcas en el rostro. De pronto sintió un extraño vacío en el pecho. Se apoyó contra una pared porque le flojeaban las piernas y casi darse cuenta, se escurrió hasta quedar sentado en la vereda. Lo había perdido todo, estaba solo y no había vuelta atrás. La verdad lo golpeó tan fuerte que sintió como un puñetazo en el alma.

Joder, él también la quería, cuánto la quería. Pero era un idiota que se creía muy machito por pegarle cuatro gritos y un par de golpes a su mujer. Ahora tendría tiempo de sobra para soltar alaridos y la respuesta sería el eco de la soledad. Nunca pensó que tuviera agallas para abandonarlo, pero al parecer en eso también la subestimó. En el fondo él sabía que era una gran mujer, la mejor de las madres y una compañera sin igual, pero jamás lo reconoció. Y sin poderse contener rompió a llorar como un niño; suerte que ya no estaba su madre, para machacarlo con aquello de que los hombres nunca lloran.

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