Literatura

“Se dejó llevar” (concurso de relatos breves San Valentín 2014)

Se dejó llevar. Arrastrada por la marea de sus ojos y el perfil de sus palabras altivas, cautelosamente medidas por el metrónomo de su cálida sonrisa, que lo inundaba todo de consternación y secretismo.
Se dejó llevar por su arrogancia, como arma desatada y empuñada por el calor de su aliento varonil y la cercanía de sus labios entreabiertos, entre encadenados vocablos zalameros y demás piropos.

Se dejó llevar como se deja llevar el agua río abajo, sin dilación, para fundirse en sal profunda y morir en un piélago de oscuridades inauditas.

Él creía haberla conquistado con sus argucias y peripecias de hombre, acostumbrado a colgarse medallas de un pecho ufano y curtido por los innumerables encuentros con damas a cual más bella, cuerpos que luego se olvidan.

Ella se dejó llevar por la conversación y sus efluvios banales que lo relativizaban todo y más. Allí descargó su vacío e insípido presente, sobre aquella mesa cuadrada de aquel restaurante selecto, en aquel hotel elegido para aquella cita a ciegas por aquel contacto "internetizado". Allí volcó sus sinsabores y amargos tragos, para ser otra en los brazos de un apuesto desconocido que le prometía el paraíso en aquel corto espacio de tiempo.

Ella solo quería... no ser ella; desasirse de ese "yo" sin color que le ahogaba.

Quería detener el reloj de su existencia y varar en un puerto apenas conocido, donde pudiese imaginar ser amada, aunque en realidad no lo fuera.

Pero todo ocurrió como ella no esperaba, y como él no había planeado. Porque fue ella quien lo conquistó a él -sin ser ella-, sin ser la mujer que había sido antes de aquel extravagante e inusitado encuentro.

Él no quería. No deseaba enamorarse; era un "lobo" herido por la traición de una hembra. Había dejado de ser él para convertirse en el hombre acorazado; con coraza, pero sin corazón; un amante por horas..., o por días, sin consecuencias, sin sangre corriendo por sus venas, sin entregar nada más que su cuerpo y sus estudiados y elocuentes discursos, fluyendo como verdades de su lisonjera y atrevida boca. Él no quería enamorarse.

Él no era él, y ella tampoco lo era. Eran dos extraños para ellos mismos, pero habían creado dos personajes que, sin saber cómo, hilando finamente sus hilos, se estaban enredando en una maraña que los atrapaba sin poder escapar de la poderosa atracción que envolvía sus almas, naufragando en el océano de una vasta confusión.

Las palabras, a medida que transcurría la cena, fueron perdiendo su matiz de trivialidad para desembocar en unos ojos que miraban profundamente al otro, hechizados por una incipiente sensación que les circundaba, hasta el extremo de hacer huir a sus pupilas fuera del contorno de sus rostros, sofocados por un calor extraño.

No podían esconderse más. Detrás de aquellos muros soslayados, se vislumbraba un atisbo de naturalidad que afloraba entre las cucharillas del postre y los azucarillos del café. Su diálogo se mostraba ahora desnudo de los artificios y ornamentos que lo habían envuelto durante toda la velada.

Él sólo quería seguir escuchándola, sintiendo esa caricia de su tono melódico junto a la hondura de sus verbos, pronunciados sólo para él. Quería conocerla, saber de su vida, aunque le asustaba la idea, preludio de un desequilibrio en todos sus esquemas. Había perdido la costumbre de contemplar la belleza de un alma como la suya, herida por el viento de los desengaños y el desamor. Él pronto lo supo. Él sabía de tristeza.

Ella también percibió que detrás de aquella armadura se ocultaba un niño grande que no se atrevía a salir. Y le fascinaba... Le fascinaba sentir el interés que suscitaba en él, que no apartaba su mirada, nacida de un corazón que volvía a latir, mientras le pedía que siguiese hablando. Se lo rogó a la vez que acariciaba sus manos. Necesitaba rozarlas, sentir el tacto de su piel.

Ella se dejó llevar, y él las tomó levantándolas levemente, con delicadeza, para besarlas sin apartar sus ojos embelesados.

Y se hizo el silencio. Y temblaron al unísono los dedos de ambos, como dos chiquillos que no saben del amor y sus comienzos. El calor extraño y denso les envolvía de nuevo. Y él deseaba besarla. Pero la mesa y el mantel impedían el camino de sus besos.

Se levantó y le susurró algo al oído, y ella pudo escuchar cómo el mar navegaba entre sus labios, mientras sus manos, sin soltar las suyas, la alzaban para escapar de aquella estancia que ya nada les ofrecía.

Ella se dejó llevar. Mientras, seguían las olas de sus palabras cortando el aire en barlovento.

Desaparecieron... para volver a ser ellos.

(Votos: 0 Promedio: 0)

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Botón volver arriba