A la conquista del piso
Al contraste entre pasado y presente, la toma de conciencia clara sobre mucho de lo perdido nos hace llorar
Con apenas tres años, en su primera visita, en un piso por estrenar, rayándola con un lápiz olvidado por los carpinteros, un niño decora a su antojo la impecable pared del futuro comedor de aquella vivienda en la que iban a vivir. Esto, no sabe si lo recuerda porque se lo contaron, como otros recuerdos; o lo recuerda porque lo recuerda. La memoria convierte en sueños lo vivido, pero también algunos sueños se petrifican como vivencia.
Yo era muy pequeño y… Y a saber si aquello fue rebelde protesta o mera trastada infantil. Si rebelde protesta, sería porque la mudanza desde El Carril –calle Sancho Medina– al Paseo suponía, abandonando la casa de nuestro abuelo –cambra de sol–, abandonar la calle. Y abandonar la calle era abandonar la libertad.
Suerte que pronto, también en el Paseo y aledaños, sobre todo los de las estaciones del tren, vividos en cuadrilla a remolque de mi hermano Joaquín y de los vecinos, fueron compensando la pérdida de lo que para nosotros era paraíso: El Carril.
El pecado que nos expulsó de aquel edén fue el pecado de la generación de nuestros padres, pecado de aquella época en la que España, la del desarrollismo, se volvió loca con los pisos. Las ciudades, en estúpida competencia unas con otras, medían su modernidad viendo quién hacía más gordos y más altos los edificios, resultando la mayoría de las veces Manhattans frustrados al tiempo que la ciudad se despersonalizaba.
Si en la Baja Edad Media, las catedrales, con sus altas torres, eran el emblema que blasonaba las urbes para vanagloria y orgullo en competencia unas con otras, catedrales que había que dotar con sus pertinentes reliquias para atracción de peregrinos clientes (véase el entretenido libro Grandes pecadores, grandes catedrales de Cesare Marchi), si cuando el esplendor del arte gótico fue eso, en los sesenta del siglo XX en que nacimos fueron los pisos. Y los pisos desnaturalizaron a los pueblos que muchos, dejando de ser pueblos, dejaron de ser. Pareciéndose tanto unos con otros que la jodimos. Sacrificando esencia y bellezas. Sacrificando en muchos casos mucho patrimonio histórico. Por esto también nuestro dolor.
Deberían prohibirse los libros del añorado José Ibáñez Martínez, Soli; deberían prohibirse páginas como VILLENA CUÉNTAME tan mimada y animada por nuestro querido amigo Santiago –Santi– Hernández Reig. Deberían prohibirse aquí y en todo lugar donde han proliferado publicaciones y sitios web similares. Deberían prohibirse porque, al contraste entre pasado y presente, la toma de conciencia clara sobre mucho de lo perdido nos hace llorar. Porque las imágenes rescatadas atentan contra el olvido tan útil para no sentir. Y porque esas imágenes, preciosas, son sal sobre las heridas abiertas y alimentadas por el recuerdo.
Contemporáneas a la locura por necesidad de los pisos, dos películas reflejan desde diferentes perspectivas el fenómeno inmobiliario de aquella época. Fenómeno que, en las principales capitales, polos de atracción del espectacular éxodo rural, la insuficiencia multiplicó la locura sin poder dar abasto que absorbiera el gran vaciamiento de la España que ahora decimos vaciada.
Una, de 1959, es El pisito de Marco Ferreri e Isidoro M. Ferry. Peliculón que refleja el grave problema de la vivienda contándolo de tal manera que uno no sabe si llorar o reír. Las escenas resultan geniales esperpentos al mezclar lo dramático y lo cómico. Viéndola, uno vacila al mezclarse la risa con la lágrima. Otra, de 1971, Venta por pisos, es una disparatada comedia, made in Mariano Ozores, en la que cabe una ligera crítica a la corrupción de las constructoras. Las dos podrían haberse titulado "A la conquista del piso". Una locura.