Bien estamos, estamos

Casas muertas

Parecía que quedarse en las casas bajas era subdesarrollo, ruralidad frente a urbanidad, lo pueblerino frente a lo ciudadano. En fin…

Cuando ayer hablábamos de los pisos, de la fiebre inmobiliaria de los años sesenta, de cuando a muchas ciudades les dio por construir bloques y bloques como distintivo de progreso, pero también ejemplo de especulación del suelo se nos quedó en el tintero un apunte literario que consideramos sugestivo para la cuestión.

Vaya por delante que denunciando la locura inmobiliaria no negamos que en determinadas zonas de inmigración fuera necesaria la construcción de viviendas; pero sí tenemos la certeza de que, con un menor afán especulativo, las cosas podrían haberse hecho mejor, sin tanta trastada contra el patrimonio peculiar de las ciudades.

Nos volvimos locos, la generación de nuestros padres como protagonistas vieron en el desarrollo en altura de las ciudades no sólo la solución a una demanda creciente sino también un modelo de modernidad. Parecía que quedarse en las casas bajas era subdesarrollo, ruralidad frente a urbanidad, lo pueblerino frente a lo ciudadano. En fin…

Lo que se nos quedó en el tintero es una nota que teníamos de la lectura de la novela La sonrisa etrusca de José Luis Sampedro. Releyéndola para otro menester nos encontramos con una reflexión del viejo Salvatore Roncone –Bruno cuando partisano– que viviendo en un piso en Milán añora su casa en Calabria, punta meridional de la bota italiana.

Salvatore, viudo, enfermo terminal de cáncer, al que ha bautizado con el nombre de Rusca como una hembra de hurón que tuvo –al cabo el cáncer es un hurón en la madriguera de nuestras entrañas, sacándonos muerta la vida– se ve obligado a vivir en un piso en Milán con su hijo Renato, con su nuera Andrea –con la que no termina de congeniar– y con su nieto Bruno/Brunettino, vitamina para Salvatore para seguir viviendo. Nieto y… Hortensia. Porque nunca es tarde para el amor. En Milán, refunfuña contra casi todo porque casi todo lo refunfuña. Así, en el piso siente el desarraigo, añorando su casa calabresa.

Y refunfuñando que te refunfuña, refunfuña hasta del hormigón de los pisos en Milán; evocando la casa que ha tenido que abandonar, su casa en Calabria donde los ruidos y la fusión con todo. Porque el hormigón convierte a los pisos de la ciudad en "casas muertas". Manifiesta Salvatore: "Claro, el hormigón ahoga los ruidos, como ataja los ríos en los embalses… ¡Muertas están, sí!" Viviendo en un piso, casa muerta, Salvatore añora los rumores de su casa viva.

Al margen de que el hormigón procure los silencios materiales del edificio, aunque no evite la indiscreción de los tabiques fofos, el lamento de Salvatore nos recordó la casa de nuestro abuelo –cambra de sol– que siempre fue una casa muy viva donde vivían muchas voces. Las brillantes losas de simón hablaban frescura. Un cuarto de aperos y trastos decía humedad. Las cuadras, vida; pero llegando el invierno, matanza y lumbre de sarmientos. La cocina sonaba a cocina. La despensa, a cereal. La habitación con los crucifijos nos hablaba de penas. Una de las cambras decía polvareda, tragedia reminiscente. Y la otra cambra, la que daba al jardín de la fábrica de las punchas, la mejor cambra, hablaba de sol y de interminables juegos hasta fatigarse. Ruidos.

Y de la casa a la calle. Una calle también viva con sus voces. La del estañador, la del afilador, la del repartidor de hielo, la del lechero, la del camión de arrociar, la de los carros, la de los cascos de los caballos de la Guardia Civil… Casas vivas frente a casas muertas. Y calles vivas frente a calles muertas.

Y en todo aquello que fue vivo yacen nuestros recuerdos.

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