Testimonios dados en situaciones inestables

Al dejar la camarera la taza de café sobre mi mesa vi las cicatrices de sus muñecas

Ocurrió el primer día de mis vacaciones de verano, en el comedor del hotel, durante el desayuno. Era primera hora, y la inmensa y casi desierta sala parecía como si estuviera esperando una celebración de boda que llevaba años demorándose y agriándose. Al dejar la camarera la taza de café sobre mi mesa, vi que en ambas muñecas tenía unas cicatrices características.
Yo soy maquillador de cadáveres, y alguna vez había contemplado marcas semejantes en fallecidos, pero verlas en una chica joven y viva me conmovió y despertó dentro de mí un resorte que habitualmente está desconectado. Los inmensos ventanales que contenían la imagen de un jardín a esa hora insípido mostraban sutiles manchas traslúcidas con formas de ahogados, y los pocos sonidos que viajaban por el aire del comedor se detenían en cada mesa con un exceso de melancolía. Ella no tendría más de veinticinco años, y parecía simpática y jovial de esa manera en que algunas camareras consiguen casi convencerte de que no son simpáticas y joviales porque en su oficio eso es lo recomendable y esperable, sino porque esas cualidades realmente les son propias y naturales y las irradian con un encanto que puede llevarte a creer que tu mísera vida puede llegar a tener algún valor. Decidí desayunar y comer siempre en el hotel para así tener la oportunidad de seguir viéndola y poder llegar a conocerla. Soy una persona más bien callada y distante, pero me esforcé en cruzar con ella frases un poco más amables que las de simple cortesía. Cuando ella iba y venía entre las mesas de la vasta sala, dentro de mí tintineaban pequeños pensamientos de agradecimiento. A los pocos días ya intercambiábamos palabras con cierta familiaridad, y después de una semana empezamos a vernos fuera del trabajo. Caminábamos por la playa a altas horas de la noche y, aunque ninguno de los dos hablábamos demasiado, entre nosotros empezó a crecer lentamente una complicidad sincera que cada gesto o sonrisa no hacía otra cosa que confirmar, mientras la luna creciente se repetía sobre el agua como una moneda de la suerte que nosotros podríamos haber cogido con solo alargar nuestras manos. A mitad de agosto ya tenía decidido besarla durante nuestro paseo nocturno cuando entreviera la ocasión, pero esa noche no fue a trabajar. Entonces me dije que otra vez todo ocurría demasiado pronto. A las pocas horas me llegó la noticia de que la habían encontrado en su pequeña habitación alquilada, tumbada sobre la cama, pálida por la pérdida irreparable de sangre, y acompañada de una nota para mí. En ella me agradecía haberle hecho entender, durante aquellos dichosos días, que todos nosotros tenemos una historia propia e inevitable que siempre termina consumándose, y que ella me entregaba la suya para que yo la completara y llevara conmigo y así formar parte de algo mejor que ella misma. Al final de la nota pedía expresamente que quería que yo la maquillara por última vez. Cumplí su deseo intentando recrear en su rostro la luz del primer día que la vi, y creo sinceramente que lo logré. No me permití besarla, para no estropear el trabajo, y más tarde, de madrugada, paseé solo por la playa, con su imagen en mi cabeza como una luna creciente reflejada en el agua e imposible de coger, y un poco inquieto por tener que volver a pensar sobre qué hacer en los quince días que todavía me quedaban de agosto.

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