Testimonios dados en situaciones inestables

Amparo, 35 años

La mayoría de la gente, en esta ciudad, como en el mundo entero, es una inconsciente que vive completamente despreocupada de las fuerzas oscuras. Viven como si los complejos mecanismos que efectivamente dominan el devenir de las criaturas que pueblan la Tierra no existieran, y por esta sencilla y dramática verdad todo el equilibrio de la estructura está, siempre, a unas décimas de desmoronarse. ¿Comprende lo que digo?
Y lo peor de todo es que nadie con influencia, ningún presidente o director general o subsecretario ejecutivo de esta súper demoníacamente organizada democracia, hace nada por evitarlo, dando las recomendaciones adecuadas para mantener en pie el frágil edificio de la realidad.

En esta ciudad, por ejemplo, no hay dos relojes públicos (o privados, pero dispuestos en la vía pública) que marquen la misma hora. Es, dicho de la forma más prosaica, una ciudad llena de tiempos inexactos, que obliga a sus gentes a deambular por caminos temporales completamente incoherentes. También he contabilizados treinta y siete pasos de cebra que no tienen ningún objeto de madera a la distancia adecuada, de modo que nadie puede confiar que llegará al otro lado sano y salvo, a menos que vaya provisto de su propio pequeño trozo de madera en el bolsillo para tocarlo justo antes de cruzar. Y en cuanto a los gatos negros, dejé de llevar la cuenta allá por el ciento trece (y por razones obvias), ya que empezaba a sentir una zozobra alarmante en mis entrañas, que remedié quitándome la ropa interior y poniéndomela al revés en los aseos de Mercadona.

Y si se fija en la gente cuando pasea por las calles, comprobará que pisan continuamente las líneas rectas del pavimento (Quien pisa raya, pisa medalla/del niño Jesús/muerto en la cruz) con total ausencia de responsabilidad; o pasan bajo las escaleras de los instaladores de letreros luminosos o de los técnicos de la compañía telefónica con despreocupada y fatídica felicidad. ¡Cuántas desgracias que habrán sufrido posteriormente se habían evitado con unas simples medidas higiénicas!

Nadie debería desconocer las más básicas pautas profilácticas, como dar siete vueltas al anillo antes de salir de casa, o cerrar la puerta tres veces, o llevar encima el Talismán y Amuleto de los Cuatro Arcángeles, o llevar una bolsita de sal, o leer el nombre de nuestros gobernantes al revés.

De modo que visto el absoluto desprecio reinante ante las mínimas medidas de seguridad para el buen desarrollo de la suerte, me veo obligada a asumir la imperiosa y trágica tarea de convocar las fuerzas positivas con una ofrenda de dimensiones insoslayables. Entregaré mi cuerpo virgen a la bestia más horrible entre los seres humanos. Buscaré entre la chusma de los peores tugurios nocturnos al señalado con todas las inmundicias presagiables y me entregaré a él, y soportaré todo tipo de humillaciones, y concebiré de él al ungido con la luz de enderezar este mundo tristemente torcido; ya he puesto un trébol de cuatro hojas sobre mi pecho para que no nazca -¡por favor!- pelirrojo.

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