Testimonios dados en situaciones inestables

Aquella cosa creciéndole en el costado y empujándole la carne y la piel hacia fuera

Lo mantuvo en secreto durante años, ¿se lo imagina? Aquella cosa creciéndole en el costado, lentamente, empujando la carne y la piel hacia fuera, produciéndole un dolor constante, quizá soportable, pero insidioso y desquiciante. Debió ser como una voz que le hablara al oído, todo el tiempo, contándole oscuros presagios de futuro; y él lo mantuvo en secreto.
¿Lo puede entender? ¿Se imagina cuál debía de ser la naturaleza más profunda de mi padre, su fibroso mutismo de piedra en medio de regiones salvajes a kilómetros de cualquier camino? Era un hombre improbable, una variable hermética. Durante esos años, quizá cinco, quizá diez, siguió trabajando sin decir nada, salvo comentarios abruptos sobre cómo iba acercándose a la edad de jubilación, como un perro tras su amo, comiendo las sobras; también las de su salud. Siempre trabajó en el mismo sitio, un matadero de cerdos. Estaba en la sección de tripería. Tenía que raspar, sacar y cortar la tripa de los cerdos. Tenía que recortar con cuchillo carnicero la grasa de los estómagos y culares. Lo hacía seis días a la semana, en jornadas interminables de nueve o diez horas. En más de cuarenta años no faltó un solo día. Después del trabajo veía películas antiguas en la televisión, en su pequeño piso de barrio obrero. Vivía solo. Yo le visitaba dos veces por semana para controlar el orden doméstico. Los domingos venía a casa a comer. Siempre le acompañaba un suave halo rancio y ácido de sangre en descomposición, aunque se duchaba dos o tres veces al día. Y siempre traía media docena de pasteles. Durante la sobremesa, sentados en el sofá, nos los comíamos con una copa de sidra mientras mirábamos un telefilme. De vez en cuando hablábamos del tiempo, o de deportes, o de cosas prácticas como necesidades de ropa y calzado o pequeñas reparaciones del hogar, pero desconfiaba de las palabras. Dejaba que los largos silencios entre sus breves y escasas frases envolvieran y aprisionaran su cabeza rapada y su enjuto cuerpo como una penitencia inagotable. No le recuerdo una risotada ni un gesto imprevisto en toda su vida, pero su boca estaba permanentemente en tensión, apretada. [Pausa] Unas semanas después de que se jubilara llamó para decir que no vendría el domingo a comer, que tenía algo que hacer. Aquello era raro. El lunes por la mañana fui a su casa. Llamé tres veces al timbre sin resultado. Yo tenía una llave por si surgía una emergencia, de modo que abrí. El olor a carne macerada salió a recibirme. Grité papá con poca convicción, y no tuve respuesta. La puerta del baño estaba ligeramente abierta y la luz encendida. Desplacé la puerta con un cuidado un poco irreflexivo, exagerado, y vi a la bestia del dolor lamiendo la herida en el costado de mi padre. Él estaba sentado dentro de la bañera, sin agua, pero manchada de sangre. En su mano derecha tenía un cuchillo de carnicero, y en la mano izquierda un trozo de carne del tamaño de una pelota de tenis. En el costado izquierdo se veía la aparatosa y profunda perforación. Su boca estaba relajada y su tez pálida. El vacío de sus ojos inmóviles parecía tan recóndito y sosegado como una fosa marina. La bestia del dolor se giró para mirarme mostrándome su lengua húmeda y roja, se relamió, y caminó hacia la puerta del baño. Mi padre se levantó, se abandonó a sí mismo, y la siguió. Los oí alejarse despacio por el pasillo, como dos viejos enemigos agotados por años de estúpidas rencillas, persiguiendo la dulce mariposa de la indulgencia.

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