Literatura

«Billete de ida» (Concurso de Relatos Breves San Valentín 2013)

Sí. Tenía que admitir que esta situación a mis ya cumplidos cuarenta y cinco años, podría resultar un poco disparatada. Era una calurosa tarde de primavera. El coche aparcado en el mirador de la ciudad, y yo observaba silenciosa la majestuosidad del castillo que se erguía frente a mí. De mi hombro izquierdo colgaba mi bolso, y dentro de él, un billete de ida. En el maletero del coche estaba mi maleta con lo indispensable para comenzar una vida nueva. ¿Estaba segura de esto? No, por supuesto que no. Si lo estuviese no habría pasado las últimas dos horas aquí, intentando reprimir la culpa y los remordimientos que me atormentaban a última hora. ¿Era capaz de dejar todo atrás y comenzar de cero? ¿Era ya demasiado mayor para soñar con esa utopía llamada felicidad?
Hasta hace poco, si alguien me hubiese preguntado si era feliz, sin dudarlo un segundo habría respondido con un rotundo “sí”. Claro que había sido feliz; diecinueve años casada con una persona brillante, cariñosa, inteligente y que, por algún capricho del destino, me amaba. Pero hacía varios meses que había ido brotando dentro de mí una pequeña grieta que amenazaba con derrumbar mi cotidiana y, hasta ahora satisfecha, existencia. En poco tiempo las dudas desencadenaron en una atormentada necesidad por volver a sentirme deseada; de una manera salvaje y desenfrenada, como el primer día. ¿Habría cambiado tanto que ya no veía en mí a esa alocada chica con la que salió por primera vez? Hoy hacía exactamente veinticinco años de eso.

Parecía que las únicas miradas que me dirigía eran cuando me encontraba delante del televisor y no le dejaba ver la repetición de algún gol que con seguridad ya había visto. Yo me sentaba a su lado del sofá, absorbiendo en silencio esta indiferencia, tratando de acallar las quejas de mi conciencia.

Por eso había decidido esperar una señal que demostrase que aquella persona que amaba seguía ahí dentro. Confié durante todo el día en que recordase esta fecha, que nunca olvidaba. Pero no había sido así: volvió del trabajo y se dispuso a comer sin mediar palabra; mientras el sonido del telediario era el único atisbo de comunicación en la cocina. Mientras él descansaba un rato, corrí a encerrarme en el baño, abrumada por una tristeza y melancolía que afloraban incontroladas. No lograba comprender que lo que pareció ser un para siempre simplemente se había esfumado.

Para cuando mis lágrimas habían cesado, él ya se había marchado a trabajar de nuevo. Así que, con mis ojos todavía húmedos, empecé a hacer mi maleta. Salí rápidamente y sin mirar atrás, con miedo de arrepentirme por este desenlace precipitado. Sin ser capaz siquiera de escribir un motivo ni un simple adiós. Fui a la estación de tren y compré un billete de ida para el único destino que saldría esa tarde y subí al mirador. Allí me encontraba desde entonces.

Metí la mano en el bolso para comprobar la hora de partida del tren, y cuando alcé el papel a los ojos, vi que mis dedos también habían recogido un sobre blanco. Miré extrañada aquella carta mientras mis manos temblaban descontroladas abriéndola. En su interior, una fotografía de dos jóvenes riendo despreocupados sin saber que una cámara los inmortalizaba. No conocía la existencia de esa instantánea, probablemente ahí todavía éramos novios. Su brazo descansaba relajadamente sobre mi hombro y sus grandes ojos negros me miraban haciéndome perder el sentido…

Por la parte trasera de la foto había una nota. Reconocí al instante la infantil y descuidada caligrafía de mi marido en ella:

“Esta imagen cumple hoy veinticinco años: el primer día en que mis ojos se posaron en ti. Aunque no lo creas, te miro cuando despiertas despeinada y adormilada, cuando canturreas por la cocina, cuando te acurrucas a mi lado en el sofá, cuando duermes y desaparecen todas las preocupaciones de tu rostro… te miro aunque no me veas que te estoy viendo. Te he sentido alejándote de mí desde hace un tiempo y he querido dejarte espacio para que te aclarases. Pero quiero que sepas que, a pesar de todos los años pasados y de las arrugas en nuestros rostros, seguimos siendo esos muchachos enamorados”.

Las lágrimas nublaban mi vista mientras la otra mano todavía sostenía el billete. Batallaba entre dos destinos contrapuestos, incompatibles e inciertos. Alcé mi mirada a las vistas de la ciudad que se alzaba firme en el horizonte, buscando entre sus rincones una respuesta a mi dilema.

Pero ésa era la señal que buscaba: ésa foto era la garantía de su amor incondicional. No necesité de más excusas ni pretextos. Sin pensarlo ni un segundo, despedazando la incertidumbre que me había acechado; hice añicos aquel billete de ida.

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