Fiestas

De la Fiesta… De las Fiestas

Entre el 4 de septiembre y el 23 de diciembre de 1862, con cincuenta y siete años de edad, el escritor Hans Christian Andersen viajó por España. Las andanzas del famoso cuentista se recogen en su libro titulado “Viaje por España” cuya primera edición –en danés– fue inmediata a la vuelta a su país porque está fechada en 1863 con el título “I Spanien”. Muchas cosas curiosas sobre su viaje recoge Andersen en su libro-diario; si bien, algunas no están exentas de los tópicos con los que muchos de estos viajeros románticos adornaron a nuestro país.
Una maleta de tópicos traían estos viajeros nos dice con razón algún crítico que ha estudiado estos itinerarios. Tópicos inspirados en los tópicos de los extranjeros viajeros precedentes. Por ejemplo, venir entonces a España y no ser atracado por un contrabandista era como no venir.

Especialmente fueron los viajeros del XIX los que explotaron de España una imagen cargada de exotismo que, más allá de lo pintoresco, en muchos aspectos era, sobre todo, atraso respecto a la Europa de la primera industrialización.

En relación con la Fiesta de Moros y Cristianos lo que nos interesa del libro de Andersen son dos pasajes. Uno, el que hace referencia a un espectáculo de lucha entre moros y cristianos; otro, la descripción de la vestimenta de un campesino valenciano. El primero nos interesa porque es un ejemplo más de la costumbre de teatralizar una guerrilla entre los de la media luna y los de la cruz que pueda ser origen, en algunos lugares, de las Fiestas de Moros y Cristianos. El segundo porque describe con detalle una vestimenta de la época que en la actualidad podría inspirar –si no ha inspirado ya– algún traje de comparsa o escuadra especial de labrador o masero.

En Barcelona, Andersen, tras apuntarnos su sorpresa por haber visto en la Barceloneta a unos críos medio desnudos fumando pitillos y sobresaltar que en los cafés españoles hay pianistas que tocan sin parar como música de fondo sin que nadie les escuche y tras hablarnos también de la moda de representar en España obras de teatro traducidas del francés, todo esto entre otras cosas, nos refiere un espectáculo de lucha entre moros y cristianos que contempló dentro de una novillada, como distracción previa a la lidia. Como si no fuera distracción previa el propio ambiente de la plaza en expectación que asimismo nos describe: “música ensordecedora y espantosa”, gente que “vociferaba y gritaba presa de un frenesí carnavalesco”, caballeros que “se arrojaban unos a otros harina en cucuruchos y tripas de cerdo, con las que rozaban a las damas en las orejas”, “naranjas volando, por allí, un guante o un sombrero viejo, todo entre joviales gritos” y... El paseíllo. Tras el paseíllo “comenzó la corrida con una escena cómica: una lucha entre moros y cristianos, en la cual, naturalmente, a los primeros correspondía el papel ridículo; los españoles eran los bravos. Salió un toro; traía las astas vendadas de modo que no pudiera matar, todo lo más aplastarle a alguno las costillas; hubo carreras y altos, chanzas y risas”.

En verdad, le pareció escena cómica esto previo y también la propia corrida que define como “juerga”. Entre otros pormenores, Andersen habla de banderillas con cohetes y de que en la novillada, como ejemplo de esa “juerga”, él mismo se permitió saltar al ruedo. Precisamente, treinta y pico años antes que a Andersen, unas banderillas con fuego y pajarillos vivos habían llamado la atención del francés Prosper Mérimée, otro extranjero viajero, en el primero de sus periplos por España.

Las banderillas de fuego solían usarse para aguijar a los toros mansos. Y el que las corridas de toros se adornaran de espectáculos teloneros era práctica común.

Para la España de principios del siglo XX, José López Pinillos, alias Parmeno, en su libro “Las águilas. Novela de la vida del torero” habla, por ejemplo, de la lid entre un toro y un elefante o de la pugna entre un miura y unos “mangueros”, pugna ésta que consistía en vencer al toro con una manguera, cosa que –según apunta Parmeno e intuimos que lo hace con cierto sarcasmo– para algunos venía a corroborar el triunfo del progreso sobre la barbarie.

No resulta difícil relacionar estos espectáculos que dicen Andersen y Parmeno con las llamadas “charlotadas”. Escribiendo lo anterior, de la memoria de mi infancia ha venido el recuerdo, en la Plaza de Toros de Villena, del espectáculo de Pablo Celis –El bombero Torero– y también el de El Platanito. “Charlotadas” que por el hecho de ser humorísticas no están faltas de respeto en el mundo de la Tauromaquia. Más lo contrario. El propio Pinillos las honra en su libro de entrevistas –“Lo que confiesan los toreros”– dedicando un capítulo a los payasos del toreo de entonces: A Charlot, a Llapisera y a Don Tancredo, el hombre del pedestal.

Igualmente, Curro Romero en su “autobiografía” escrita con pasión y encanto por Antonio Burgos –“Curro Romero. La esencia”– habla de estos espectáculos con mucho respeto aludiendo a El Maravilloso y a José Ramírez, alias El Loqui de Triana. A estos y a Mario Moreno, Cantinflas. Concretamente a éste último nos lo presenta como un verdadero profesional conocedor de las técnicas del toreo, como uno de los toreros cómicos más grandes que haya habido. Y de El Maravilloso “dice” Curro que “podría haber sido más que Llapisera. Tenía la técnica de los toreros bufos, porque en el toreo cómico se agudizan los recursos ante el toro; [...]”. Y de El Bombero Torero que “era un artista con más recursos que muchos toreros de los llamados serios”. Y de El Loqui destaca su “mucha experiencia en toros”. Éste hacía como Don Tancredo pero con mecedora. En la que se sentaba en medio de la plaza leyendo el periódico. Soltaban la vaca y El Loqui ni se inmutaba. La vaca acaso lo olisqueaba pero no le hacía nada. Luego, El Loqui corría hacia el burladero y la vaca arremetía contra la mecedora.

El respeto de Curro a estos espectáculos es mayúsculo y así, como hemos visto y vamos a ver, lo constata en algunos párrafos más de “su” libro: “Hasta el punto que dicen que la chicuelina no la inventó Chicuelo, sino que era un lance de recurso que le daba Llapisera a los toros, para hacerle gracia a la gente”. O: “Esto del toreo cómico tiene su técnica. [...] También ahí hay una Tauromaquia que la gente no conoce, hay que tener mucho conocimiento de los terrenos, de las distancias, de los toros, para poder hacer luego esas cosas. Por eso los toreros cómicos, como toreros que son, son dignos de todo respeto, aunque lo suyo sea hacer gracia”.

Pero burlados los toros, recuperemos a Andersen.

Andersen abandona en barco Barcelona para dirigirse hacia Valencia y nos confiesa con almibarados romanticismos su gran amor al mar, tanto cuando el mar está tranquilo como cuando ruge. Y, con escrúpulos, nos revela su repugnancia a los caracoles guisados, en concreto al caldo marrón, caldo que para él los hace “poco apetitosos”. Y paseando Valencia es cuando nos describe a un campesino dando detalle de la vestimenta particular: Viste pantalones cortos hasta las rodillas desnudas, “zuragnelles” –así dice el escritor por zaragüelles–; calza sandalias de cuero atadas por encima de las medias azules; lleva fajín rojo y camisola verde hierba con cordones; el pecho desnudo; terciada al hombro, la típica manta de rayas; en la cabeza, un trapo a modo de turbante y, encima, un sombrero de paja de ala ancha, algo portentoso –matiza Andersen.

Finalmente, tras la descripción que nos importa, el escritor alude a la mala fama de estos tipos del campo que, belicosos especialmente contra los vecinos de la ciudad, portan, muy suelta, navaja al cinto.

Muy suelta. Como la lengua de Andersen para las cosas de España.

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